La Iglesia celebra este domingo la Solemnidad de Pentecostés, término que recuerda el momento en que el Espíritu Santo vino sobre los apóstoles, que estaban reunidos en el cenáculo, y les dio inteligencia para comprender la verdad revelada por Cristo y fuerza para poder cumplir la misión encomendada por él: «Serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hech 1,8).
¿Por qué adoptó esta solemnidad un nombre tan extraño –«pentecostés»– y tan inexpresivo de su verdadero sentido cristiano, que es la efusión del Espíritu Santo y el comienzo de la misión de la Iglesia? «Pentecostés» es una palabra griega que significa «cincuentenario» y designa el lapso de cincuenta días a contar de la Pascua. Tanto la Pascua como Pentecostés eran fiestas judías antiguas. Estaban codificadas en la ley judía: «Habló el Señor a Moisés, diciendo:… Estas son las solemnidades del Señor, las reuniones sagradas que convocarán en las fechas señaladas. El mes primero, el día catorce del mes, entre dos luces, será la Pascua del Señor… Contarán siete semanas enteras… hasta el día siguiente al séptimo sábado, contarán cincuenta días y entonces ofrecerán al Señor una oblación nueva» (Lev 23,1.4-5.15.16). Sabemos que la Pascua judía se celebraba en Jerusalén el sábado siguiente a la muerte de Jesús en la cruz: «Para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado –porque aquel sábado era muy solemne–, los judíos rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran» (Jn 19,31). La solemnidad judía siguiente, que era la fiesta de las cosechas, llamada también «fiesta de las semanas», se celebraba cincuenta días después (de aquí el nombre «Pentecostés»). Se celebraba el día siguiente al sábado, es decir, el primer día de la semana. Esta es la razón por la cual la comunidad cristiana conservó el nombre de Pentecostés; a ellos les interesaba destacar que la efusión del Espíritu Santo tuvo lugar el primer día de la semana, el mismo día de la semana en que Jesús resucitó de entre los muertos.
Insiste también en ese día el Evangelio de este domingo: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana… se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «Paz a ustedes»». Y en esa reunión de Jesús resucitado con sus discípulos él hace un gesto semejante a la ráfaga de viento impetuoso que vino sobre los discípulos el día de Pentecostés: «Sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo»». Después de ese día de su resurrección, Jesús se apareció a sus discípulos durante cuarenta días, hasta que ascendió al cielo. El Evangelio de Juan nos relata dos de esas apariciones: la que tuvo lugar ocho días después (de nuevo primer día de la semana) y la que tuvo lugar a orillas del mar de Tiberíades. Después de su Ascensión, los dejó esperando un tiempo no definido: «Les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que esperasen la Promesa del Padre, «que ustedes oyeron de mí: que Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de no muchos días»» (Hech 1,4-5).
Esa espera duró diez días, hasta el día de la fiesta judía de Pentecostés, que, como hemos dicho, era el primer día de la semana. Los discípulos, al percibir el viento impetuoso que llenaba la casa y ver las lenguas de fuego que se posaban sobre cada uno de ellos, tuvieron que recordar el gesto de Jesús cuando sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo» y comprendieron que esa era una Promesa que se estaba realizando en ese momento: «Quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hech 2,4).
Los días de la semana judía no tenían nombre –se conocían por el número ordinal: día primero, día segundo…–, excepto el día séptimo, que adquirió el nombre propio de «sábado». Como atestigua el Evangelio, la observancia del sábado era estricta en Israel en el tiempo de Jesús; se usa incluso como un criterio contra él: «Algunos fariseos decían: «Este hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado»» (Jn 9,16). Y el motivo que tenían para celebrar el sábado era el más poderoso que se puede imaginar. Procede de la primera semana de la creación, como el día del descanso de Dios y el día que Dios santificó: «Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó; porque en él descansó Dios de toda su obra que creó» (Gen 2,3). ¿Cómo se explica que los primeros discípulos de Cristo, que eran todos judíos observantes, se encuentren celebrando el primer día de la semana? No se puede explicar, sino porque en ese día aconteció algo más importante que la creación del universo: ese día resucitó Jesús venciendo a la muerte, ese día adquirió el poder, que transmitió a los apóstoles, de perdonar los pecados y liberar a los seres humanos de esa esclavitud, ese día también recibieron la efusión del Espíritu Santo, que hizo operante ese poder, ese día comenzó la Iglesia de Cristo su misión. No hay otra explicación posible. Imaginemos qué tendría que ocurrir para que nosotros los cristianos cambiaramos el domingo por algún otro día de la semana. La Resurrección de Cristo y la efusión del Espíritu Santo, que acontecieron el primer día de la semana, son la explicación única y suficiente para que los cristianos celebremos este día. Si fue decisión de Dios que su pueblo Israel celebrara el día séptimo, porque Dios los santificó, es decisión del mismo Dios que ahora los cristianos celebremos el primer día de la semana, porque en este día Dios resucitó a Jesucristo y envió el Espíritu Santo. Es un motivo poderoso para que los cristianos celebremos con gozo este día, que pronto adquirió el nombre de «dies dominicus», día domingo. Este es nuestro día, que debemos hacer santo participando de la Eucaristía. En esta celebración nos unimos a Jesús resucitado y recibimos siempre una nueva efusión del Espíritu Santo.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles