Domingo 29 octubre 2017
El Evangelio de Hoy
Mt 22,34-40
El Evangelio de este Domingo XXX del tiempo ordinario nos presenta un nuevo episodio en el que Jesús es puesto a prueba, aunque esta vez es más difícil comprender en qué consiste la insidia: «Los fariseos se reunieron y uno de ellos, especialista en la Ley, para ponerlo a prueba, le preguntó: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?»».
La intención de la pregunta está clara: «poner a prueba» a Jesús. La acción se expresa con la misma palabra que en otros lugares se traduce por «tentar», porque se espera que Jesús caiga, dando una respuesta errónea o falsa. «Tentar» es la palabra que describe la acción del diablo respecto de Jesús: «Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo… Y acercándose el tentador, le dijo…» (Mt 4,1.3). Esperan, entonces, obtener de Jesús una respuesta falsa, es decir que él indique como mayor un mandamiento menos importante.
Al leer este episodio, inmediatamente, nos extraña que para obtener de Jesús una respuesta falsa le hagan una pregunta tan fácil. Cualquier niño en Israel habría sabido responderla. Es cierto que los judíos del tiempo de Jesús encontraban en la Ley y los profetas 613 preceptos que cumplir y que eran de importancia desigual, por ejemplo: «No matarás» (Deut 5,17) y «No comerán carne de cerdo ni tocarán su cadáver» (Deut 14,8). Pero ellos tenían la tendencia a considerarlos todos importantes, pues de su cumplimiento dependía su salvación. Esto les critica Jesús: «¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del aneto y del comino, y descuidan lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe!» (Mt 23,23)
Los fariseos se esforzaban en la estricta observancia de todos los preceptos, porque, según ellos, la salvación era algo que se ganaba con el propio esfuerzo por cumplir la ley; cumpliendo las «obras de la ley», se adquiría ante Dios un cierto derecho a la salvación; Dios estaría debiendo la salvación como se debe un salario a quien ha trabajado. Así representa Jesús a un fariseo: «El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros… Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias…»» (Lc 18,11-12). Cumple la ley. La formulación más perfecta de esta doctrina la hace San Pablo, un ex-fariseo, cuando se refiere a esas obras ordenadas por la Ley: «El hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo… Ustedes han sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe… Al que trabaja no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda… Y, si es por gracia, ya no lo es por las obras; de otro modo, la gracia no sería ya gracia… No anulo la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces Cristo habría muerto en vano» (Gal 2,16; Ef 2,8-9; Rom 4,4; 11,6; Gal 2,21).
Los fariseos esperaban, entonces, que Jesús respondiera desvalorizando la ley como medio de salvación. La Ley, según San Pablo, es un «pedagogo hacia Cristo» (Gal 3,24). Por eso, en un primer momento, al joven que le pregunta qué tiene que hacer para heredar la vida eterna, Jesús le responde: «Guarda los mandamientos» (Mt 19,17). Esto habría sido aplaudido por los fariseos. Pero cuando ese mismo joven pregunta: «Cuáles mandamientos», es decir, la misma pregunta que le hacen los fariseos, aunque esta vez sin intención de ponerlo a prueba, Jesús responde citandole los mandamientos de la segunda tabla, los que se refieren al prójimo, y él mismo los resume, agregando: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,19). Podemos suponer, entonces, que los fariseos esperaban que Jesús citara ése como el primer mandamientos. En esto consistiría la prueba.
¿Cómo responde Jesús? ¿Se queda en la doctrina de los fariseos, indicando una observancia concreta y controlable? No. Jesús responde bien, citando el mandamiento que todo judío recita mañana y tarde y que debe llevar atado a su mano como una señal: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento». No cae en la trampa. Pero agrega el segundo, poniendolo al mismo nivel: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». El primer mandamiento proviene de Deut 6,5 y lo recitaban los judíos todos los días. Como dijimos, esta es la respuesta que habría dado cualquier niño en Israel. Pero el segundo, que Jesús agrega, estaba perdido en la ley y no era considerado importante. Va a buscarlo Jesús en Levítico 19,18: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, el Señor» (Lev 19,18). Como vemos, llama «prójimo» al israelita, al «hijo de tu pueblo». Jesús lo toma y lo refiere a todo ser humano. No sólo agrega este mandamiento, sino que lo hace inseparable del primero. En efecto, le piden que diga uno, el más importante, y él dice dos. Ambos se cumplen juntos, porque son inseparables: «Si alguno dice: «Amo a Dios», y odia a su hermano, es un mentiroso» (1Jn 4,29). Jesús ha hecho un resumen de todo el Antiguo Testamento: «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas».
¿Al citar estos mandamientos está Jesús proponiendonos «obras de la ley»? No, porque nadie puede presentarse ante Dios y decirle: «Ya he cumplido estos mandamientos». ¿Quién puede decir que ama a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente? Y, respecto del segundo, Jesús da un paso al Nuevo Testamento reformulandolo de esta manera: «Este es el mandamiento mío: que ustedes se amen los unos a los otros como yo los he amado» (Jn 15,12; cf. 13,34). Este límite será siempre una meta inalcanzable. La salvación se debe recibir como una gracia, como un don inmerecido. Nuestro deber es «dar gracias a Dios, siempre y en todo lugar».
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles