Tiempo Ordinario, Domingo 29A – Mt 22,15-21
Creó Dios al ser humano a imagen suya
En el Evangelio de este Domingo XXIX del tiempo ordinario se nos presenta el episodio del tributo al César, que concluye con la conocida sentencia de Jesús: «Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». El relato tiene como finalidad poner esa sentencia en su contexto y darle así mayor resonancia.
Jesús acaba de proponer la parábola del banquete real que tiene como auditorio, además del pueblo, a los sumos sacerdotes y a los fariseos, como lo aclara el evangelista: «Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que estaba refiriéndose a ellos» (Mt 21,45). Los sumos sacerdotes eran del grupo de los saduceos. Se trata, entonces, de los saduceos y los fariseos. A ellos se refiere Jesús, cuando pone en boca del rey estas palabras: «La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos». Y, entonces, la invitación se extiende a todos: «Vayan, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encuentren, invitenlos a la boda» (Mt 22,8-9). Este mandato es un anticipo de la misión universal con la cual concluye Mateo su Evangelio: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). Entre esos pueblos se incluye también el pueblo romano. El rechazo de unos y la acogida de otros tuvo su punto culminante en la crucifixión de Jesús. Mientras los sumos sacerdotes, escribas y ancianos del pueblo se burlaban de Él diciendo: «Que baje ahora de la cruz, y creeremos en Él. Ha puesto su confianza en Dios; que lo salve ahora, si lo quiere; ya que dijo: «Soy Hijo de Dios»». En cambio, el centurión romano y los soldados que llevaron a cabo las operaciones, al verlo expirar exclamaron: «Verdaderamente, este era Hijo de Dios» (Mt 27,42-43.54).
Los saduceos y los fariseos vendrán sucesivamente a poner a prueba a Jesús para tener de qué acusarlo o para desprestigiar su enseñanza. Primero, será el turno de los fariseos: «Los fariseos fueron y celebraron consejo sobre la forma de sorprenderlo en alguna palabra. Y le envían sus discípulos, junto con los herodianos, a decirle…». Se trata de un plan trazado entre varios –celebraron consejo– y habrá que reconocer que está bien pensado. No vienen ellos mismos, para no aparecer ignorando algo, sino que envían a sus discípulos y, además, involucran a los herodianos, que eran la parte del pueblo judío connivente con la dominación romana. Nada une a fariseos y herodianos, excepto la intención de hacer caer a Jesús. Los fariseos rogaban por la liberación del pueblo santo de Israel de la dominación del pueblo pagano de Roma y para este fin esperaban al Cristo. Los herodianos, en cambio, eran colaboracionistas con el Imperio. Todo el Imperio está representado por el César, que recibía el trato de la divinidad.
Le dicen, entonces: «Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con verdad y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas». Después de esta introducción, si fuera sincera, lo que cabe es ponerse en su seguimiento, para recorrer el «camino de Dios», sin error –eres veraz– y sin compromisos indebidos –enseñas con franqueza–. En realidad, no consideran a Jesús un «maestro» y no les interesa el «camino de Dios». Lo que les interesa en tener de qué acusarlo. Ellos carecen, por tanto, de franqueza y entran en compromisos entre ellos, fariseos y herodianos. La pregunta que le hacen es esta: «¿Es lícito pagar tributo al César o no?». Según los fariseos no es lícito pagar impuesto al César, porque con ese dinero, entre otras cosas, se estaría financiando la idolatría que rodea al César; según los herodianos es lícito, porque el César provee protección y desarrollo.
No olvidemos que estamos leyendo el Evangelio de Mateo, quien era manifiestamente un recaudador de impuestos para Roma y en este Evangelio nos relata su vocación por parte de Jesús, que recibió precisamente cuando cumplía ese oficio (cf. Mt 9,9-10). Los que recaudaban el impuesto para Roma eran llamados despectivamente «publicanos» (colaboran con la Res Pública) y equiparados a «pecadores». Jesús, como maestro que enseña el camino de Dios, tendría que responder: «No es lícito». Pero esto habría dado motivo para acusarlo de sedición y habría significado su perdición. De hecho, de esto lo acusaron ante Pilato: «Comenzaron a acusarlo diciendo: “Hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que Él es Cristo Rey”» (Lc 23,2). Si Jesús respondía, en cambio: «Es lícito», habría sido acusado de impiedad y de colaborar con un hombre que quería ocupar el lugar de Dios, el César.
Antes de responder, Jesús pone en evidencia la hipocresía de la pregunta y de que la intención es ponerle una trampa para hacerlo caer: «Jesús, conociendo la malicia de ellos, dijo: “Hipócritas, ¿por qué me ponen a prueba?”». La hipocresía no está sólo en esto, sino también en la introducción falsa, como hemos dicho. Jesús sigue: «“Muestrenme la moneda del tributo”. Ellos le presentaron un denario». Tuvo que haber aquí un momento de suspenso. Están ante un pedazo de metal que tiene impresa una imagen, la imagen del César, y a su alrededor escrito: «Tiberio César, Augusto, hijo del divino Augusto»; y por el reverso una figura sentada con estas letras: «Pontífice máximo». Es el símbolo de la idolatría y ellos ¡lo tenían consigo! Hay que considerar que Israel tenía prohibido en la Ley hacerse cualquier imagen, tanto menos la imagen de alguien que se hace llamar «divino». Jesús pregunta: «“¿De quién es esta imagen y la inscripción?”. Le dicen: “Del César”». Cayeron ellos en su propia trampa. Jesús entonces responde a la pregunta que le hicieron y lo hace con franqueza: «Den al César lo que es del César». Equivale a decir: «Cesen en la idolatría devolviendo esa moneda». No podrán acusarlo los herodianos de que prohibió pagar el tributo al César. Pero la moneda es también signo de dominación. Los pueblos que dominan a otros imponen su moneda. Al mandar Jesús devolver esa moneda al César está declarando la injusticia de esa dominación. No podrán acusarlo los fariseos de colaborar con un pueblo pagano y con la idolatría.
Jesús se libró de la trampa. Pero no deja de aprovechar la ocasión para «enseñar el camino de Dios con verdad». Hemos dicho que el pueblo judío tenía prohibido hacerse imágenes, pues toda imagen era considerada idolátrica. Pero hay claramente una imagen del Dios vivo y verdadero; es la que está impresa en el ser humano: «Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó» (Gen 1,27). También esta debe ser devuelta a Dios. Por eso agrega Jesús: «Den a Dios lo que es de Dios». El ser humano ha sido creado por Dios y le pertenece. Dios lo mantiene en la existencia, como dice San Pablo: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17,28). El Catecismo tiene una afirmación luminosa a este propósito, que conviene tener siempre presente: «Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza» (Catecismo N. 301). Ciertamente la falta de gozo y de confianza, de sabiduría y de libertad, en la que estamos sumidos se debe a que hemos olvidado esta verdad.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles