Mt 25,14-30 – Entra en el gozo de tu Señor
El domingo pasado decíamos que las tres parábolas del Capítulo XXV de Mateo –la parábola de las diez vírgenes que esperan la venida del esposo, la parábola de los talentos y la parábola del juicio final– no sólo nos revelan el hecho de la venida final de Cristo en gloria –la Parusía–, sino, sobre todo, cómo ese evento final debe influir en nuestra vida presente.
La primera de esas parábolas nos enseña el anhelo con que todo cristiano debe esperar, durante esta vida, la venida de Cristo, comparándolo con el que tiene la esposa que espera al esposo. Esa actitud es la que quería infundir San Pablo en los fieles de Corinto, como se observa en la conclusión –escrita por su propia mano– de la primera carta que envía a esa comunidad: «El saludo va de mi mano, Pablo. El que no ame al Señor, ¡sea anatema! “Maranatha”» (1Cor 16,21-22). San Pablo cita la primera jaculatoria cristiana en su tenor original arameo: «Maranatha» («¡Señor, ven!») y declara excluido –anatema– a quien no ame al Señor y no anhele su venida. Esa misma jaculatoria la conservamos hoy en la celebración de la Eucaristía, cuando Jesús viene y se hace presente entre nosotros: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!».
Este Domingo XXXIII del tiempo ordinario leemos la segunda de esas parábolas, la conocida «parábola de los talentos». Si la primera tenía la introducción habitual: «El Reino de los cielos será semejante a diez vírgenes…», ésta la da por entendido. En efecto, siguiendo con el mismo tema, agrega: «Es como un hombre que, al partir de viaje, llamó a sus siervos y les entregó sus posesiones: a uno dio cinco talentos, a otro, dos y a otro, uno, a cada uno según su capacidad, y partió». El «talento» era una medida de peso equivalente a 36 kg. Cuando se trata de dinero, si no se especifica nada, se entiende ese peso en monedas de oro. La cantidad de dinero que el señor confió a sus siervos es inmensa. Ese dinero sigue siendo propiedad del señor; fue confiada a sus siervos durante el tiempo que dure su ausencia.
Los dos primeros no pierden tiempo: «Inmediatamente, el que había recibido cinco talentos, partiendo negoció con ellos y ganó otros cinco; de la misma manera, el que había recibido dos, ganó otros dos». Grande es el contraste con el tercero. En este caso no hay prisa: «En cambio, el que había recibido uno fue, cavó en la tierra y escondió el dinero de su señor». Ciertamente, no le confiaron ese dinero con ese fin.
«Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos y les pidió cuentas». El dilatado espacio de tiempo que tarda el señor en venir sugiere la fecha en que este Evangelio fue escrito. En efecto, la primera comunidad cristiana pensaba que la venida de Cristo sería inminente. Así lo pensaba también San Pablo hacia el año 52 d.C., cuando escribió la primera carta a los tesalonicenses, convencido de que tendría lugar durante su vida: «Les decimos esto, hermanos, como Palabra del Señor: Nosotros, los que vivamos, los que quedemos hasta la Venida del Señor no nos adelantaremos a los que murieron» (1Tes 4,15). Hacia el final de su vida, ya había comprendido el Apóstol que el tiempo sería mayor y que él ya habría partido, como lo insinúa en la carta a los filipenses, escrita hacia el año 63 d.C.: «Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte, pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia… Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual es, con mucho, lo mejor…» (Fil 1,20-21.23). El Evangelio de Mateo fue escrito después del año 70 d.C., cuando ya la comunidad cristiana había llegado a la convicción de que el tiempo para la difusión del Evangelio sería mayor. Se insinúa también en la parábola de las diez vírgenes: «El esposo tardaba…» (Mt 25,5).
El que había recibido cinco talentos dijo: «Señor, cinco talentos me entregaste; he aquí otros cinco que he ganado». Lo mismo dijo el que había recibido dos. Ambos comienzan con el vocativo: «Señor», que ya tenía una fuerte resonancia cristológica. Era el vocativo que usaban los judíos para dirigirse a Dios, en lugar del nombre divino YHWH. Ambos reciben la misma respuesta de su señor: «Bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco; yo te estableceré sobre lo mucho. Entra en el gozo de tu señor». Hemos visto que lo que el señor había entregado a esos siervos al partir era una inmensa cantidad de dinero. Lo llama, sin embargo, «poco», porque no tiene comparación con lo que recibe de su Señor un cristiano: la fe, la gracia divina, que es una participación en la vida divina, el gozo de Cristo: «Les he dicho estas cosas para que mi gozo esté en ustedes y el gozo de ustedes sea colmado» (Jn 15,11). Estos son los bienes de nuestro Señor que Él nos ha dado y que espera que den frutos, como advierte a sus discípulos: «Los he destinado para que vayan y den fruto, un fruto que permanezca» (Jn 15,16).
Sabemos que no podemos dar el fruto que espera el Señor de nosotros si no estamos unidos a Él: «El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí no pueden hacer nada» (Jn 15,5). Esta fue la precaución que no tuvo el tercer siervo en el tiempo que le fue concedido. El talento que le fue entregado no produjo fruto alguno: «Aquí tienes lo tuyo». La sentencia fue severa: «Siervo malvado y perezoso». Y ordenó el señor: «A ese siervo inútil arrojenlo a las tinieblas de fuera: allí será el llanto y el rechinar de dientes».
El Evangelio de este domingo nos invita a considerar los dones que Dios nos ha dado, comenzando por la existencia. Pero, sobre todo, la dignidad de hijos de Dios, que no puede ser concedida a nosotros, sino dandonos una participación en la naturaleza divina. Estos dones no deben quedar sin fruto, como enterrados en la tierra, sin relevancia en nuestra vida. Nuestro deber es reconocer esos dones infinitos, agradecerlos «siempre y en todo lugar» y no cesar de dar testimonio de ellos mediante una vida coherente. Entonces nos espera la sentencia que escucharemos de los labios de Cristo en su Venida: «Bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en estos inmensos dones que te entregué: entra en el gozo de tu Señor».
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles