Mc 13,33-37 – Lo que digo a ustedes, lo digo a todos: Velen
Con la celebración del Domingo I de Adviento, comienza hoy la Iglesia un nuevo año litúrgico. El año litúrgico transcurre al ritmo del misterio de Cristo. Comienza contemplando la situación en que estaba toda la humanidad, durante miles de años, esperando la salvación prometida; contempla, luego, el nacimiento del Salvador y su paso por este mundo, cumpliendo su misión, que Él expresa con estas palabras: «El Hijo del hombre ha venido a servir y a entregar su vida en redención por muchos» (Mc 10,45). El año litúrgico se caracteriza por la proclamación de la Palabra de Dios que, domingo a domingo, nos revela el misterio de la salvación y lo hace vida en nosotros. Debemos concluir, entonces, que este es el año verdadero, el que tiene dimensión eterna, como es eterna la Palabra de Dios. En cambio, el año solar, que transcurre al ritmo del movimiento de la tierra en torno al sol en 365 días, después de un número determinado de giros, que sólo Dios conoce, está destinado a cesar. La importancia de vivir el año litúrgico y su centro, que es la Palabra de Dios, se deduce de esta afirmación solemne de Jesús: «El cielo y la tierra pasarán; pero mis Palabras no pasarán» (Mc 13,31). El año solar pasará; el misterio que se celebra en el año litúrgico no pasará.
En este primer domingo del año, la liturgia nos invita a adoptar la actitud general que debe regir nuestra vida cristiana y que debe mantenerse, por tanto, durante todo el año. Se trata de actitud de espera en que nos dejó Jesús, cuando abandonó la escena de este mundo, espera de su venida gloriosa al fin de los tiempos. Esta espera está sostenida por su continua presencia en medio de nosotros, la que se vive, precisamente en la liturgia: «Miren que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20).
«Estén atentos, vigilen, porque no saben cuándo será el momento». Este es el mandato que nos dejó Jesús. ¿A qué «momento» se refiere? Jesús usa el concepto de «kairós», que designa un tiempo cualificado de la intervención de Dios en la historia de la humanidad. Para saber de qué «kairós» está hablando Jesús es necesario remontar más arriba en ese Capítulo XIII del Evangelio de Marcos. Jesús acaba de declarar: «Entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo» (Mc 13,26-27). En ese momento el número de los «elegidos» se habrá completado; de nuevo, un número que sólo Dios conoce. El objetivo de toda nuestra existencia en este mundo debe ser contarnos en ese número. El fracaso último y definitivo es quedar excluido.
Por medio de una parábola, Jesús compara la historia de la humanidad de nuestro tiempo, del tiempo después de su propia entrada en la historia –el tiempo d.C.–, con una situación de la vida real: «Es como un hombre que, al partir de viaje, deja su casa, y pone a sus siervos a cargo, dando a cada uno su tarea, y manda al portero que vele. Velen, pues, porque no saben cuándo viene el señor de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al cantar del gallo, o de madrugada. No sea que, viniendo de improviso, los encuentre dormidos». El tiempo del Adviento, que comienza poniendo ante nuestros ojos ese evento final, consiste en recordarnos esa advertencia de Jesús: no sea que, al venir, Él nos encuentre sin haber cumplido la misión encomendada. Su venida será siempre «de improviso», tal como lo había dicho: «Sobre ese día y hora nadie sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mc 13,32). Por eso, la única actitud que toma en serio la Palabra de Dios es la de estar siempre preparados para ese momento.
«Lo que digo a ustedes, lo digo a todos: velen». Se percibe la necesidad de extender la advertencia de velar a todos, porque, en realidad, lo anterior lo había dicho Jesús solamente a cuatro de sus apóstoles. En efecto, saliendo del templo, donde había estado enseñando, Jesús dijo a uno de los presentes: «¿Ves estas grandes construcciones? No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida» (Mc 13,2). Sigue el Evangelio: «Estando luego sentado en el monte de los Olivos, frente al Templo, le preguntaron en privado Pedro, Santiago, Juan y Andrés: “Dinos cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de que todas estas cosas están para cumplirse”» (Mc 13,3-4). Todo lo que sigue, incluido el Evangelio de hoy, lo dice solamente en privado a esos cuatro apóstoles. Entre ellos está ciertamente Pedro. Sabemos que Marcos no fue apóstol; pero su Evangelio, que es el que seguiremos en este año del ciclo B de lecturas, tiene autoridad apostólica, porque transmite la predicación de Pedro en Roma. Se percibe la transmisión de una experiencia personal de Pedro, como el apóstol más cercano a Jesús. Pero es necesario hacerlo extensivo a todos. Es el cumplimiento del mandato de Jesús: «Hagan discípulos de todos los pueblos… enseñandoles a guardar todo lo que Yo les he mandado» (Mt 28,19.20). En este caso lo mandado, lo que ellos tienen que enseñar a todos a guardar, es: «Velen». Es lo que tenemos que acoger nosotros como mandato de Cristo, si queremos ser verdaderamente discípulos suyos.
Un modo excelente de velar continuamente, tomando en serio el mandato de Cristo, es hacer el firme propósito de no faltar nunca a la Eucaristía dominical durante este año litúrgico, de manera que cada domingo escuchemos la Palabra de Dios y ella se haga viva en nosotros.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles