Domingo II del Tiempo de Adviento – 06 de diciembre de 2020

Mc 1,1-8 – Él los bautizará con Espíritu Santo

A cualquiera que preguntara: «¿Qué Evangelio se lee este Domingo II de Adviento?», habríamos respondido sencillamente: «Comienza la lectura del Evangelio de Marcos, que es el que se lee este año en el Ciclo B de lecturas». Pero, luego, llegado el momento, escuchamos la proclamación solemne: «Comienzo del Evangelio de Jesús Cristo, Hijo de Dios».

¿De quién es, entonces, este Evangelio, de Marcos o de Jesucristo, Hijo de Dios? Si pudiéramos preguntar al mismo Marcos, él nos respondería: «Yo lo escribí, poniendo en orden, lo mejor que pude, todo lo que recordaba de la predicación que escuché a Pedro, durante el tiempo en que estuve con él en Roma». La preocupación que guio a Marcos fue la fidelidad a la enseñanza de Pedro. Su escrito remonta, por tanto, a uno de los Doce, más aún, al primero de los Doce. Nada quiso agregar Marcos de su propia iniciativa, hasta el punto de que su escrito es estrictamente anónimo y nunca habríamos sabido que existió un discípulo de ese nombre y que fue cercano a Pedro, si no por otros escritos del Nuevo Testamento. En efecto, leemos en los Hechos de los Apóstoles que, cuando Pedro fue liberado de la prisión por un ángel, «consciente de su situación, marchó a casa de María, madre de Juan, por sobrenombre Marcos, donde se hallaban muchos reunidos en oración» (Hech 12,12). Sabemos que acompañó a Pablo y Bernabé en el primer viaje apostólico, que desertó y, luego, Pablo no quiso llevarlo consigo en los siguientes viajes (cf. Hech 15,36-40). Debió reconciliarse con el Apóstol, porque de nuevo está junto a él en su última prisión, como se observa en la despedida de su carta a los colosenses: «Saludan a ustedes Aristarco, mi compañero de cautiverio, y Marcos, primo de Bernabé, acerca del cual recibieron instrucciones. Si va a ustedes, denle buena acogida» (Col 4,10; cf. Filemón 24). Figura también en la despedida de la primera carta de Pedro: «Saluda a ustedes la que está en Babilonia (así llama el Apóstol a la Iglesia de Roma), elegida como ustedes, así como mi hijo Marcos» (1Ped 5,13).

¿Qué motivo hay para atribuir este escrito, que pasó a ser el más importante en la historia del cristianismo, a un personaje que es secundario en relación con los apóstoles? Aparte de los motivos indicados de cercanía con Pedro, el único motivo es la tradición, que sin vacilación lo atribuye a él. Habría sido imposible atribuir a Marcos este Evangelio, con toda la autoridad que tiene –sirve como fuente principal a Mateo y Lucas–, si no fuera Marcos su verdadero autor.

Es, entonces, el «Evangelio de Marcos». Pero él mismo dice que es el «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios». En realidad, ambas cosas son verdad, como enseña el Concilio Vaticano II en su Constitución Apostólica «Dei Verbum»: «La Santa Madre Iglesia, por fe apostólica, confiesa que todos los libros, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, por cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales han sido entregados a la Iglesia. Para la composición de los libros sagrados Dios eligió a hombres que usaban de todas sus facultades y talentos, de los cuales se valió, de manera que, obrando Él mismo en ellos y por ellos, ellos como verdaderos autores, pusieran por escrito todo aquello y sólo aquello que Dios quería» (N. 11). Por tanto, el Evangelio de Marcos «tiene a Dios como autor»; es el «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios». Pero es el Evangelio de Marcos, porque Marcos actúa como «verdadero autor». El misterio por el cual un escrito puede tener como autor principal a Dios y ser verdaderamente obra de un hombre, se llama «inspiración». El hombre escribe por inspiración del Espíritu Santo lo que Dios quiere.

Hemos hecho esta introducción para que comprendamos el origen del escrito que nos acompañará este año. Detengamonos en su título, donde el evangelista quiere expresar todo: «Evangelio de Jesús Cristo Hijo de Dios». Los manuscritos más antiguos y ciertamente también el original, del cual no disponemos, no tenían puntuación –puntos y comas– y, por tanto, tenemos tres cosas juntas sobre el autor divino, que nosotros habríamos separado así: Jesús, Cristo, Hijo de Dios. Lo dicen todo. Jesús es el nombre que recibió en esta tierra y corresponde a su identidad de verdadero hombre; Cristo es el nombre que recibe como Ungido de Dios, el que da cumplimiento a las promesas de salvación del Antiguo Testamento; Hijo de Dios expresa su identidad de verdadero Dios, uno con su Padre. El Evangelio es el anuncio de una Persona, cuya identidad se expresa con esos tres títulos. Su conocimiento concede gozo infinito y eterno al ser humano. Ese conocimiento se concede, sobre todo, en la liturgia, donde su Palabra es proclamada y su presencia es viva y real en su Cuerpo y Sangre. Por eso, un fiel nunca debería faltar a la Eucaristía dominical. ¡Es mucho lo que se perdería!

El Evangelio de hoy continúa con la presentación de Juan Bautista como el anunciado por los profetas con la misión de ir delante de aquel Jesús, Cristo, Hijo de Dios, para prepararle el camino. Juan era un hombre enviado por Dios, que el mismo Jesús define como «el más grande de los nacidos de mujer» (Mt 11,11; Lc 7,28) y suscitó un inmenso movimiento de masas: «Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén». Pero fue fiel a su misión de anunciar a otro y no a sí mismo. Por eso establece claramente la diferencia. En cuando a grandeza humana, declara: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y yo no soy digno de agacharme a desatar la correa de sus sandalias»; y en cuanto a la relación con Dios la distancia es infinita y Juan la expresa así: «Yo los he bautizado con agua, pero Él los bautizará con Espíritu Santo». El que viene detrás de Juan dispone del Espíritu de Dios y lo comunica, el mismo Espíritu sobre el cual el fiel del Antiguo Testamento ora a Dios diciendo: «Envías tu Espíritu y todas las cosas son creadas y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,30).

                                                                           + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                                     Obispo de Santa María de los Ángeles