Lc 1,26-38 – He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra
Si el domingo pasado dominaba la liturgia la persona de Juan Bautista, quien, como Precursor del Señor, es figura propia del Adviento, en este IV Domingo de Adviento contemplamos a la virgen de Nazaret, esposa de José, cuyo nombre es María, quien, por disposición de Dios, es el personaje esencial de la venida al mundo del Hijo de Dios como verdadero hombre.
Sabemos que la comunidad cristiana, en un primer momento, estaba concentrada en el anuncio de Jesús, a quien, después de su Resurrección y de la acción del Espíritu Santo, confesaba como Señor y Dios. En todo el epistolario paulino, que son los primeros escritos del Nuevo Testamento, tenemos solamente una breve mención del modo cómo Él vino al mundo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer…» (Gal 4,4). El primero de los Evangelios que se escribió, el de Marcos, comienza presentando a Jesús ya en edad adulta: «Por aquellos días, vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán» (Mc 1,9). Nos informa, sin embargo, de que Él tiene una madre de nombre María, por el comentario que nos transmite de los habitantes de su pueblo: «¿No es este el carpintero, el hijo de María?» (Mc 6,3; cf. 3,31). En un segundo momento, la comunidad cristiana sintió la necesidad de saber más sobre las circunstancias de su venida y, sobre todo, sobre aquella mujer, de nombre María, de la cual Él nació. Quien satisface esta necesidad es Lucas y lo hace, sobre todo, en la página de su Evangelio que leemos este domingo.
Lucas fue de la comitiva de San Pablo y ciertamente le había escuchado decir muchas veces: «Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Quiso investigar diligentemente sobre ella y sobre las circunstancias de su concepción y nacimiento. Después de San Pablo, ningún otro autor del Nuevo Testamento tiene más conciencia de ser un autor que Lucas. Hablando en primera persona escribe: «He decidido yo también, después de haber investigado todo diligentemente, desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo» (Lc 1,3). Y así escribió su Evangelio. Visto que el autor quiso hacerse notar, debemos aplicar con mucho rigor la norma que indica el Concilio Vaticano II para la interpretación de los textos sagrados: «Para que el intérprete de las Sagradas Escrituras comprenda lo que Dios quiso comunicarnos, debe investigar atentamente lo que los hagiógrafos (los escritores sagrados) intentaban significar» (Dei Verbum, N. 12,1). Para componer su obra Lucas dispuso del Evangelio de Marcos y de otras fuentes. Pero no conoció el Evangelio de Mateo. Por tanto, para investigar lo que él –Lucas– intenta significar no podemos usar información de ese Evangelio.
Lo que Lucas narra ocurrió seis meses después del anuncio a Zacarías de la concepción de su hijo Juan: «Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen esposa de un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María». Dos veces repite la circunstancia de que la destinataria de ese mensajero de Dios es «virgen». Pero de ella también se dice que es «esposa» (idéntica palabra la describe en Lc 2,5) y que su esposo, José, es de la casa de David. Si el autor de este relato no dice otra cosa, se debe entender que ella vive con su esposo. Repetimos, Lucas no sabe que existe un Evangelio de Mateo y él piensa que el escrito más completo sobre Jesús es el suyo, redactado después de «investigarlo todo diligentemente». María es, entonces, «virgen y esposa» y de esta combinación se debe deducir que ella tiene un propósito de virginidad, asumido por inspiración de Dios –en ese momento no podía ser de otra manera porque ella es la primera– y que el mismo propósito tiene José, antes que Juan Bautista, pero siguiendo los pasos de Elías y Jeremías.
El mensaje del Ángel es normal en una mujer casada: «Concebirás en el seno y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús». Pero el Ángel agrega cosas admirables sobre ese Niño: «Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su Reino no tendrá fin». Ese Niño tendrá doble paternidad: será Hijo del Altísimo e hijo de David. No pudo dejar de reconocer María en esa descripción al mismo que Israel esperaba como su Salvador, el que fue prometido por el profeta Natán a David, como se lee en 2Sam 7,14-16 (la primera lectura de este domingo). Nadie estaba en mejor posición para conceder a ese Niño esa filiación respecto de David que el mismo José, quien, por eso, es presentado como «de la casa de David». Y, sin embargo, María indica una imposibilidad, que consiste en su firme propósito de permanecer virgen, de donde no puede sino deducirse que ese propósito es también inspirado por Dios; de lo contrario, estaría ella poniendo obstáculo al plan de Dios, ¡impensable en ella! Esto es lo que intenta significar Lucas, cuando cita las palabras con que la virgen responde al anuncio del Ángel: «¿Cómo podrá ser esto, puesto que no conozco varón?».
El Ángel parece estar esperando esa pregunta, porque tiene preparada la respuesta: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer santo (se entiende virginalmente) será llamado Hijo de Dios». Esta explicación a ella le basta, para que todo quede en su lugar. Se realiza el plan de Dios sobre su firme propósito de virginidad y ella da su asentimiento al plan de Dios sobre la concepción en su seno y el nacimiento del Salvador: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Ella sigue siendo esposa de José y por esta unión, el Niño será hijo de José e hijo de David. En él se cumple la profecía de Natán a David y todo lo anunciado por Dios a través de los profetas sobre el que debía venir: «Miren que viene el Dios de ustedes… Él vendrá y los salvará» (Is 35,4).
No podemos dejar de hacer una última observación. Dios, en su designio insondable, quiso poner todo el plan de salvación en las manos de una mujer, María. De su respuesta dependió la encarnación del Hijo de Dios y la salvación de todo el género humano. Dios no quiso entregarnos a su Hijo, sino a través de María. «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único» (Jn 3,16), se lo dio a través de María.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles