Domingo II del Tiempo Ordinario – 17 de enero de 2021

Jn 1,35-42 – Los dos discípulos siguieron a Jesús

El Bautismo de Jesús por Juan en las aguas del Jordán, que celebrabamos el domingo pasado, es un hecho que conocemos por los tres evangelistas Marcos, Mateo y Lucas. El evangelista Juan, en cambio, evita decir que el Precursor haya bautizado también a Jesús. En este Evangelio, Juan es presentado ciertamente como bautista, pero su misión es la de dar testimonio de Jesús, es decir, anunciar que Él ya está presente en el mundo y, luego, indicar quién es. Juan es el primer personaje histórico mencionado en el Prólogo del IV Evangelio: «Hubo un hombre, enviado por Dios; su nombre era Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz» (Jn 1,6-8). Si todos debemos creer por él, es fundamental que conozcamos su testimonio, «ese testimonio de la luz» que él dio.

El Prólogo del IV Evangelio, comienza llevandonos al principio absoluto: «En el principio era la Palabra; y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios» (Jn 1,1). Luego declara el hecho asombroso, que une lo eterno y absoluto con lo histórico, que une a Dios y el hombre: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). El que era verdadero Dios es también verdadero hombre. El anuncio de este hecho es el Evangelio. El Prólogo presenta a Juan como el primer evangelista: «Juan da testimonio de Él y clama: “Este es del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque era antes que yo”» (Jn 1,15). En efecto, «era en el principio».

Terminado el Prólogo, el IV Evangelio vuelve por tercera vez sobre el testimonio de Juan: «Este fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron donde él desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle: “¿Quién eres tú?”» (Jn 1,19). Recién sabemos, por este interrogatorio, que Juan bautizaba: «¿Por qué bautizas, si tú no eres el Cristo ni Elías ni el profeta?» (Jn 1,25). Esta pregunta da a Juan ocasión de decir: «Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes está uno a quien ustedes no conocen, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia» (Jn 1,25-27). Este es el primer testimonio de Juan: ¡Ya está en el mundo, en medio de los hombres, la Palabra hecha carne! Nadie lo conoce, ni el mismo Juan, que repite: «Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel… Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre Él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo”» (Jn 1,33). Habrá que esperar todavía un día para saber quién es.

«Al día siguiente, Juan ve a Jesús venir hacia él y dice: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo… He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre Él”» (Jn 1,29.32). Así se completa el testimonio de Juan: ¡La Palabra hecha carne es Jesús! En este testimonio agrega el motivo por el cual se hizo carne: para ser el Cordero de Dios, es decir, el que será ofrecido a Dios en sacrificio. No un sacrificio más, como el de los corderos que eran ofrecidos en el templo, sino como el único que «quita el pecado del mundo».

Después de todo este preámbulo, aquí comienza el Evangelio de este Domingo II del tiempo ordinario. Comienza con la repetición del testimonio de Juan al día siguiente, ante dos de sus discípulos: «Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijandose en Jesús que pasaba, dice: “He ahí el Cordero de Dios”. Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús». Esos dos discípulos, al oír llamar a Jesús de esa manera, entendieron inmediatamente de quién se trataba y, de discípulos de Juan, pasaron a ser los dos primeros discípulos de Jesús: «Siguieron a Jesús». Uno de esos dos era Andrés. ¿Quién era el otro? El otro no puede ser más que el que escribe estas cosas, porque recuerda circunstancias que sólo puede recordar el que está allí y que sólo para él son relevantes: «Vieron dónde vivía… era como la hora décima (16 horas)». La tradición reconoce en este otro discípulo al apóstol Juan.

Dijimos que esos dos entendieron de quién se trataba, como se deduce del modo cómo Andrés lo anuncia a su hermano, Simón: «Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir, Cristo)». El que han encontrado es el que cumple todas las promesas de salvación hechas por Dios a su pueblo. El evangelista dice el título en su original hebreo: «Mesías», que, traducido al español, significa: «Ungido». Pero, se preocupa de dar su traducción al griego: Cristo. En todo el Nuevo Testamento se usa el término Mesías sólo aquí y en otro texto de este mismo Evangelio, donde también se indica su traducción (Jn 4,25). En cambio, el término «Cristo», para llamar a Jesús, se usa más de 450 veces en el Nuevo Testamento. Es el término que dio el nombre a los discípulos de Jesús: «cristianos», y con el cual concluye la oración cristiana: «Por Cristo, nuestro Señor». No hay razón para volver, en las traducciones del Nuevo Testamento, al término hebreo «Mesías». Cristo es una palabra perfectamente española.

El Evangelio de este domingo concluye con un episodio narrado con gran sencillez pero que tiene gran trascendencia. Se trata de la vocación del que tendrá el primado entre los discípulos de Jesús: «Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás ‘Cefas’ (que quiere decir, ‘Piedra’)”». En este primer encuentro con Simón, Jesús manifiesta ya su intención de fundar su Iglesia, pues, al llamar a este discípulo «Piedra», está poniendo su fundamento. Más adelante, cuando ya el grupo de los Doce estará completo, Jesús dirá más claramente: «Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18).

                                                                              + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                                      Obispo de Santa María de los Ángeles