Domingo III del Tiempo Ordinario – 24 de enero de 2021

Mc 1,14-20 – Jesús proclamaba el Evangelio de Dios

Hemos visto que el Evangelio de Marcos comienza con el Bautismo de Jesús en el río Jordán: «Vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán» (Mc 1,9). La ciencia bíblica no conoce el lugar preciso del río Jordán en que Jesús fue bautizado por Juan. Pero es probable que Marcos piense en un lugar al este de Jericó, a la altura de Jerusalén, a juzgar por la descripción que hace de quienes acudían a su Bautismo: «Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán» (Mc 1,5). Después de su Bautismo, empujado por el Espíritu al desierto, Jesús permaneció allí solo, durante cuarenta días tentado por Satanás.

El Evangelio no nos dice qué ocurrió con Juan en ese tiempo, pero nos informa que su ministerio terminó trágicamente: «Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea». Más adelante, el evangelista detallará las circunstancias en que eso ocurrió (cf. Mc 6,16-29). El encarcelamiento de Juan no sólo determinó que Jesús volviera a Galilea, sino también que volvieran allá los discípulos de Juan que habían venido de esa región, entre ellos algunos pescadores del Mar de Galilea.

El evangelista hace un resumen de la actividad de Jesús en Galilea: «Proclamaba el Evangelio de Dios». ¡Cómo desearíamos escuchar esa proclamación de labios del mismo Jesús! ¿Qué es el Evangelio de Dios? El Evangelio de Dios es el anuncio de la Persona de Jesús, su origen divino, su encarnación, su enseñanza y todo lo que hizo, en particular, su muerte en la cruz y su resurrección. Pero todo esto lo tenemos a mano, precisamente en esos escritos que llamamos «Evangelios». Allí está contenido todo lo que Jesús proclamaba. Cuando leemos el Evangelio, en la fe de la Iglesia, es Jesús mismo quien nos habla, es Él mismo quien lo proclama en nuestro interior. Leído en esa forma, el Evangelio es la Palabra de Dios, «no una palabra escrita y muda, sino la Palabra encarnada y viva» (Catecismo de la Iglesia Católica, N.  108). La Palabra encarnada y viva es Jesucristo; la lectura del Evangelio es un encuentro con Él. Todo cristiano debería tener este encuentro con Jesús diariamente: «La Iglesia “recomienda insistentemente a todos los fieles la lectura asidua de la Escritura para que adquieran “la ciencia suprema de Jesucristo” (Fil 3,8), “pues ignorar la Escritura es ignorar a Cristo” (S. Jerónimo)» (Catecismo, N. 133).

Con razón, el Papa Francisco ha declarado este Domingo III del tiempo ordinario «Domingo de la Palabra de Dios». Lo hizo con la Carta Apostólica «Aperuit illis» («Les abrió») de fecha 30 de septiembre de 2019, de manera que este año celebramos esta Jornada por segunda vez. El título de la Carta se refiere a la acción de Jesús resucitado, cuando se apareció a sus discípulos e intentó explicarles su muerte y resurrección: «Abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,45). Como hemos dicho, «comprender las Escrituras» es tener un encuentro personal con la Palabra de Dios encarnada, con Jesucristo. Es lo que ocurre, sobre todo, cuando la Palabra de Dios es proclamada en la Eucaristía dominical. Nunca debemos perdernos ese encuentro.

Marcos nos entrega el contenido de esa primera proclamación de Jesús por esos pueblos de Galilea: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca». Estas son dos frases paralelas y, por tanto, la segunda corresponde el cumplimiento del tiempo fijado por Dios. Hay que entenderla: «El Reino de Dios está ya aquí». Nada falta al Reino de Dios, si está Jesús con nosotros. Lo aseguró Jesús: «El Reino de Dios ya está entre ustedes» (Lc 17,21). El Reino de Dios es la Persona de Jesús. Desgraciadamente, a menudo ocurre lo que dice Juan el Bautista: «En medio de ustedes está uno a quien ustedes no conocen» (Jn 1,26). ¿Qué es necesario hacer, entonces, para conocerlo? Responde Jesús: «Conviertanse y crean en el Evangelio». Ya lo hemos dicho, cuando se lee el Evangelio con fe, se encuentra a Jesús.

La segunda parte del Evangelio de hoy nos relata la vocación de los primeros cuatro discípulos de Jesús: «Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores… Caminando un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca arreglando las redes». Estos cuatro eran discípulos de Juan y también ellos, cuando su maestro «fue entregado», volvieron a Galilea, a su oficio de pescadores. Estaba ocurriendo lo mismo que iba a ocurrir tres años más tarde, cuando quien fue entregado fue Jesús: «Dijo Simón Pedro: “Voy a pescar”. Le respondieron los otros: “También nosotros vamos contigo”» (Jn 21,3). En esa ocasión Jesús los llamó definitivamente; ya no volverán más a pescar «peces».

Jesús no era, entonces, un desconocido para estos cuatro pescadores. Habían conocido a Jesús en torno al bautismo de Juan, como el que «bautiza con el Espíritu Santo», tanto más que eran de la misma Galilea. Pero Jesús aún no los había llamado. Por eso, cuando los llama, ellos «inmediatamente, dejando la barca y las redes, lo siguieron». No se separarán más de Él, excepto en el desconcertante momento de su pasión y muerte. Pero, como hemos dicho, Jesús, ya resucitado, volverá a llamarlos hasta entregar la vida por Él.

«Haré que ustedes lleguen a ser pescadores de hombres». Este modo de llamarlos revela a Jesús como un maestro insuperable. En efecto, sabe aprovechar la situación concreta, el modo de vida que ellos conocen bien, para describir su misión futura. Un pescador tiene toda su mente, su energía y su preocupación en que muchos peces sean capturados en las redes. ¡Así debe ser la dedicación que ellos deberán tener para atraer a los hombres a Cristo! ¡Así debe ser todo apóstol de Cristo! Ciertamente, recordó Pedro esas primeras palabras de Jesús, cuando, después de Pentecostés, comenzó a anunciarlo: «Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas» (Hech 2,41).

                                                                           + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                                    Obispo de Santa María de los Ángeles