Jn 2,13-25 – Cuando Jesús resucitó de entre los muertos, se acordaron
Según el Evangelio de Juan, en el curso de su vida pública, Jesús hizo tres viajes a Jerusalén (2,13; 5,1; 7,10). En su último viaje, que concluyó con su muerte en la cruz, permaneció en Jerusalén seis meses. El Evangelio de este Domingo III de Cuaresma nos relata lo ocurrido en el primero de esos viajes: «Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén». La meta de todo judío, cuando «sube a Jerusalén», en modo especial, cuando se trata de la Pascua, es el templo. La perspectiva de estar allí le produce inmensa alegría, como se canta en el Salmo 122: «¡Oh, qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa del Señor! ¡Ya estamos, ya se posan nuestros pies en tus puertas, Jerusalén!» (Sal 122,1-2). Esta alegría por la «Casa del Señor» debió invadir también a Jesús cuando se dirigía a la ciudad santa con sus discípulos.
No es la primera vez que Jesús va al templo. Lo hacía todos los años con sus padres, como nos informa el evangelista Lucas: «Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua» (Lc 2,41). Incluso, sabemos que, cuando Jesús tenía doce años, se quedó en el templo y explica su conducta diciendo a sus padres, María y José: «¿No sabían ustedes que Yo tengo que estar en lo de mi Padre?» (Lc 2,49). No usa la palabra «casa»; pero ciertamente se refiere al templo. Sus padres no comprendieron esa respuesta.
En el Evangelio de este domingo se nos relata su primer viaje a Jerusalén durante su ministerio público, después que, en las bodas de Caná, «comenzó su hora»: «Tal principio de los signos hizo Jesús en Caná de Galilea» (Jn 2,11). El relato de ese primer contacto de Jesús con el templo, una vez comenzada su hora, tiene dos partes. La primera es lo ocurrido y la segunda es su interpretación.
Durante la Pascua concurría a Jerusalén una multitud de judíos venidos de todas partes y todos querían ofrecer sacrificios en el templo. En particular, se ofrecía en el templo el cordero pascual y luego se comía en el seno de la familia. Como es de esperar, esto generaba una gran actividad en torno al templo, en uno de sus patios externos. Era necesario proveer de los animales para el sacrificio a los peregrinos venidos de lejos y cambiarles la moneda que traían para que pudieran aprovechar de pagar la didracma, que era la contribución al templo. Pero todo esto se hacía, como suele ocurrir en los santuarios, no con espíritu religioso, sino comercial. No había en toda esa actividad mucho amor a Dios y había, en cambio, mucho amor al dinero. Esto es lo que encendió la santa ira de Jesús: «Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: “Quiten esto de aquí. No hagan de la Casa de mi Padre una casa de mercado”». La Casa del Señor, rodeada del temor de Dios, como Jesús esperaba encontrarla, la encuentra convertida en una casa de Mamona, el dios dinero. Los discípulos, al ver actuar a Jesús de esa manera insólita, se lo explican recordando la frase de un fiel judío, que aplican a Jesús: «El celo por tu Casa me devorará» (Sal 69,10). Tal vez nosotros no habríamos recordado ese Salmo referido al templo, que explica el celo de Jesús. Nos revela que esos primeros discípulos de Jesús, que habían sido formados por Juan Bautista, tenían un conocimiento profundo de la Escritura, en modo particular de los Salmos. ¡Un ejemplo para nosotros, discípulos de Jesús!
Esta es la explicación de ese hecho. Ha quedado resonando una expresión de Jesús, que no pudo quedar inadvertida. Él ha llamado al templo: «La Casa de mi Padre», la misma que el Salmo 122 llama «la Casa del Señor (Yahweh)». Esto explica, por qué Jesús logró lo que nadie había podido hacer. Ciertamente, las autoridades judías consideraban indebido el comercio en el templo. Pero no tenían poder para impedirlo. Jesús pudo hacerlo, porque nadie puede resistir su poder. Él llama a Dios «mi Padre», porque es su Hijo y lo demuestra el poder que tiene, al cual ni siquiera pudo resistir el poder del dinero. Por eso, las autoridades judías, que lo reconocen, preguntan: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». La respuesta de Jesús es el signo supremo, el que da sentido a todo lo demás. Pero quedó, por entonces, sin comprender: «Destruyan este templo y en tres días lo levantaré». El verbo «levantar» (egheiro), que usa Jesús, se refiere a su resurrección, como se lee más adelante: «Cuando Jesús resucitó (fue levantado) de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso».
Después de la resurrección de Cristo, comprendieron los discípulos que «Él hablaba del templo de su cuerpo». Este es el verdadero templo, como lo declara San Pablo: «Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud… en Él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 1,19; 2,9). Ese templo, después de haber sido abatido, fue levantado «al tercer día». Este es el signo que Jesús da y el que confiere fuerza a todo lo que Él enseñó e hizo. Si Jesús no hubiera resucitado todo lo que enseñó habría quedado sin sentido y se habría olvidado. Es tajante San Pablo en afirmar: «Si Jesús no resucitó, vana es nuestra fe» (1Cor 15,14). En este tiempo de Cuaresma debemos orar diciendo: «Señor, aumentanos la fe» (Lc 17,5), la fe en tu resurrección, para que podamos celebrarla como nuestro gozo y nuestra esperanza.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles