Jn 12,20-33 – Nosotros tenemos la mente de Cristo
El Evangelio de este Domingo V de Cuaresma nos sitúa cinco días antes de la fiesta principal de los judíos, la fiesta de Pascua. En efecto, refiriendose al día anterior, el evangelista escribe al comenzar el capítulo: «Seis días antes de la Pascua, Jesús se fue a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos» (Jn 12,1). Ya sabemos que «Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos quince estadios (3 km aprox.)» (Jn 11,18). Le dieron allí una cena: «Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con Él a la mesa». Todo parece tranquilo. En esa cena María, la hermana de Marta y Lázaro, en un gesto de amor a Jesús, le ungió los pies con un costoso perfume. Cuando Judas objetó que se haya hecho ese derroche (de un perfume que costaba 300 denarios) y no se haya dado ese dinero a los pobres, Jesús respondió apreciando el gesto de María e indicando una destinación para ese perfume que debió dejar a todos helados: «Dejala, que lo guarde para el día de mi sepultura, porque pobres siempre los tendrán con ustedes; pero a mí no siempre me tendrán» (Jn 12,7-8).
Nadie sospechó en esa cena que Jesús estaba hablando de lo que iba a ocurrir con Él pocos días después. En efecto, el día antes de la Pascua, para la cual faltaban seis días, el cuerpo sin vida de Jesús fue descendido de la cruz y sepultado. Era «el día de su sepultura»: «Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie había sido depositado aún. Allí pusieron a Jesús, porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba cerca» (Jn 19,40-42). Eso ocurría el día antes del Sábado solemne de la Pascua.
El día siguiente de aquella cena ofrecida por Lázaro en Betania, Jesús, montado en un asno, hizo su entrada en Jerusalén aclamado por la multitud que gritaba: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en Nombre del Señor, y el Rey de Israel!» (Jn 12.13). Los fariseos se ven obligados a reconocer su popularidad: «Entonces los fariseos se dijeron entre sí: “Vean que no ganan nada. Miren, el mundo se ha ido tras Él”» (Jn 12,19). Podemos imaginar la ciudad de Jerusalén llena de peregrinos que han venido (han subido) para la fiesta. Entre ellos también judíos venidos de más lejos, de la diáspora (la dispersión), cuya lengua es ya el griego. Hasta ellos ha llegado también la fama de Jesús: «Había algunos griegos, de los que subían a adorar en la fiesta. Éstos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: “Señor, queremos ver a Jesús”».
La respuesta que dio Jesús a esa petición parece aprobar ese entusiasmo: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre». Pero esa glorificación Él la entiende de manera totalmente distinta de como la entiende la multitud que lo aclama y desea verlo. A toda esa multitud habría podido decir Jesús lo mismo que dijo en cierta ocasión a Pedro: «Los pensamientos de ustedes no son los de Dios, sino los de los hombres» (cf. Mt 16,23). Así se explica lo que Él agrega: «En verdad, en verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto». Es una comparación admirable. Pero el fruto del cual Jesús habla no es de este mundo. Es un fruto que se obtiene solamente con la entrega de la vida en este mundo, como Él lo explica: «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para vida eterna». El que ama su vida en este mundo quedará defraudado, porque todo lo que ama lo perderá; en cambio, el que entrega su vida –Jesús lo dice de manera mucho más fuerte: «El que odia su vida»–, no la pierde, la guarda para vida eterna, es decir, le recupera plena, feliz y para siempre. Estos son los pensamientos de Dios y en esto consiste la glorificación de la que habla Jesús: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre».
Ese «grano de trigo», que fue Jesús, con su muerte, dio tanto fruto, que obtuvo la vida eterna para todo el género humano: «“Cuando Yo sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir», muerte de cruz.
Jesús declara que ha llegado la hora de su glorificación y sabemos que se refiere a su muerte en la cruz. Para enfrentar ese momento debió someter su voluntad humana a la de su Padre y dirigirse decididamente a la entrega de su vida: «Ahora mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si he venido a esta hora para esto! ¡Padre, glorifica tu Nombre!». Dios acepta su sacrificio como la gloria debida a su Nombre: «Vino entonces una voz del cielo: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”». Cada vez que se celebra la Eucaristía, se renueva esa gloria al Nombre de Dios que se eleva desde la tierra, de nuevo es glorificado el Nombre de Dios. Ese es el sentido del gesto del sacerdote que, elevando el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecidas en sacrificio, dice: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén». Al escuchar esa declaración con que concluye la Plegaria Eucarística, quedamos perplejos, porque, en realidad, no vemos que el mundo dé a Dios «todo el honor y toda la gloria». Es que no somos nosotros quienes se la damos; es Cristo quien se la da siempre de nuevo; y nosotros, si estamos incorporados a Él.
Jesús asegura que esa es la hora de su glorificación, como la entiende Él, a saber, entregando su vida en sacrificio. Pero esa es también la hora de otro evento decisivo para la humanidad: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera». El «Príncipe de este mundo» es el nombre que Jesús da a Satanás. Nombre inquietante, porque afirma que él domina sobre los criterios que rigen este mundo. El único modo de librarnos de esos criterios es acoger el pensamiento de Cristo en nuestras vidas, tal como lo declara San Pablo: «Nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Cor 2,16).
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles