Lc 24,35-48 – En su Nombre se predicará la conversión a todas las naciones
El evangelista San Lucas en el segundo tomo de su obra, que se refiere a los primeros años de la Iglesia y que nosotros hemos llamado «Hechos de los apóstoles», afirma que Jesús resucitado se apareció varias veces a sus discípulos antes de ascender al cielo: «Ante estos mismos se presentó a sí mismo vivo, después de haber padecido, con muchas pruebas, dejandose ver por ellos durante cuarenta días y hablandoles de lo referente al Reino de Dios» (Hech 1,3). Pero nos relata sólo tres de esas instancias y nos informa sobre una cuarta. En este Domingo III de Pascua leemos la presentación de Jesús resucitado ante «los once reunidos y los que estaban con ellos».
Los primeros ante los cuales se presenta Jesús vivo, después de haber padecido, son los discípulos de Emaús. Ellos caminan con Jesús sin reconocerlo por espacio de 12 km (sesenta estadios) y lo conocen en la fracción del pan. Regresan inmediatamente a Jerusalén a contar «lo ocurrido en el camino y cómo lo habían conocido en la fracción del pan» (Lc 24,35). Encuentran a los once reunidos que, a su vez declaran: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24,34). Esta es la segunda vez que se presenta vivo y lo hace personalmente ante Pedro. Aquí comienza el Evangelio de este domingo: «Estaban hablando de estas cosas, cuando se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “Paz a ustedes”». Este es la tercera vez y la más importante. Todavía falta una cuarta, que tiene lugar cuando Jesús asciende al cielo a la vista de ellos: «Y reunido con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, “que –les dijo– escucharon de mí… recibirán fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre ustedes y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta el extremo de la tierra”. Y dicho esto, a la vista de ellos, fue levantado, y una nube lo ocultó a sus ojos» (Hech 1,4.8-9).
En esa tercera instancia en que Jesús se presenta vivo a los once reunidos y a los que estaban con ellos, hay, al menos tres que ya lo han visto, a saber, Pedro y los dos discípulos de Emaús. La reacción de los demás la describe el evangelista así: «Sobresaltados y atemorizados pensaban estar viendo un espíritu». Obviamente, un espíritu no podía ser visto porque un espíritu no tiene materia visible. Jesús entonces les da una de esas pruebas de que estaba vivo, la prueba irrefutable de su identidad: «“Miren mis manos y mis pies, porque Yo soy el mismo; palpenme y miren que un espíritu no tiene carne y huesos como ustedes ven que Yo tengo”. Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies». Si alguien leyera esto por primera vez opinaría que es un modo curioso de identificarse. Es que son los signos de su pasión, la prueba de que es el mismo que estuvo clavado a la cruz. Son su signo de gloria y para nosotros motivo de inmenso gozo, porque son la prueba de su amor y de que, gracias a su muerte en la cruz, nos obtuvo el perdón de los pecados y la vida eterna. Para mayor prueba de que la resurrección consiste en la vida plena de una persona con verdadero cuerpo y alma humanos, Jesús pide algo de comer y, habiendole dado un trozo de pez asado, «lo comió ante ellos».
Todavía era necesario que ellos comprendieran el sentido de su muerte y resurrección. Pero esto es imposible a la inteligencia humana abandonada a su propia capacidad. Por eso, el evangelista aclara: «Abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras». Sin esta acción de Cristo sobre nuestra inteligencia, es imposible que entendamos que «el Cristo debía padecer y al tercer día resucitar de entre los muertos y que en su Nombre se debe predicar la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén». Bien lo entendió Juan como lo expresa en su primera carta: «Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1Jn 2,2). Entonces Jesús les encomendó su misión: «Ustedes son testigos de estas cosas».
El Evangelio de este domingo concluye aquí. Pero algo nos deja perplejos. ¿Cómo pueden esos hombres tan sencillos, de un lugar entonces tan desconocido cumplir semejante misión? Algo falta. En efecto, queda pendiente lo que agrega Jesús: «Miren, Yo enviaré sobre ustedes la Promesa de mi Padre. Ustedes permanezcan en la ciudad hasta que sean revestidos de fuerza desde lo alto» (Lc 24,49). Faltaba que recibieran esa fuerza de lo alto, que la liturgia reserva para el día de Pentecostés. Esto es lo que explica que Pedro y los demás puedan, después de haber recibido esa fuerza, predicar al pueblo con valentía diciendo: «Ustedes mataron al Autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos… Arrepientanse y conviertanse para que les sean borrados sus pecados» (Hech 3,15.19). Esto explica que, llevados ante el sanedrín hablen con una sabiduría que deja a todos asombrados. Pedro lo explica así: «Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen» (Hech 5,32). Jesús les había prometido: «Cuando los entreguen, no se preocupen de qué van a hablar… Porque no serán ustedes quienes hablarán, sino el Espíritu Santo» (Mc 13,11).
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles