Jn 15,1-8 – Separados de mí, ustedes no pueden hacer nada
Caracteriza el Evangelio de Juan varias declaraciones de Jesús con las cuales Él define su persona usando la frase «Yo soy» seguida de un predicado. En algunos casos ese predicado es una analogía: «Yo soy el Buen Pastor… Yo soy la puerta de las ovejas… Yo soy la luz del mundo… Yo soy el camino… Yo soy la vid…». En otros casos debe tomarse en sentido literal: «Yo soy el pan de vida…» (repetido cuatro veces). En otros casos es un valor absoluto: «Yo soy la Verdad… Yo soy la Vida». En el Evangelio de este Domingo V de Pascua Jesús repite dos veces: «Yo soy la vid».
En su forma literaria el discurso de Jesús comienza abruptamente, sin relación con lo anterior: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador». ¿Qué entendieron sus discípulos al escucharlo? Llama inmediatamente la atención una contraposición insinuada en las palabas de Jesús. ¿Es que hay otra vid que no sería verdadera? Del análisis del Evangelio de Juan se deduce que el adjetivo «verdadero» (alethinós) lo usa el evangelista no en oposición a algo falso, sino a algo que ha antecedido en la historia de Israel como figura y anuncio y que en Cristo encuentra su cumplimiento. Encontramos ese antecedente en el Salmo 80, en el cual se encuentra también el antecedente a la afirmación de Jesús que nos proponía el Evangelio del domingo pasado: «Yo soy el Buen Pastor».
El Salmo 80 comienza con una invocación a Dios a quien llama Pastor: «Pastor de Israel, escucha, Tú que guías a José como un rebaño… despierta tu poder y ven a salvarnos» (Sal 80,2.3). Con su declaración –también repetida– «Yo soy el Buen Pastor», Jesús está afirmando que es Él ese Pastor y quien da cumplimiento a esa súplica dirigida a Dios. Con esa declaración Jesús asume el lugar de Dios. Ya sabemos que ese capítulo X, en el que Jesús desarrolla esa analogía, tiene su punto culminante en su sentencia: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Es un punto culminante no sólo de ese capítulo, sino de toda la revelación.
En ese mismo Salmo 80, el orante se refiere al episodio fundante del pueblo de Israel en estos términos: «Una viña de Egipto arrancaste, expulsaste naciones para plantarla a ella, le preparaste el suelo, y echó raíces y llenó la tierra… ¡Oh Dios de los ejércitos, vuelvete desde los cielos, mira y ve, visita a esta viña, cuídala, a ella, la que tu diestra plantó!» (Sal 80,9-10.15-16). Pero esa viña, que Dios plantó y cuidó con tanto esmero, no dio los frutos esperados, como le reprocha Dios a su pueblo por medio del profeta Isaías: «¿Qué más se puede hacer a mi viña, que no haya hecho Yo? Yo esperaba que diese uvas. ¿Por qué ha dado agraces?». El profeta explica: «La viña del Señor de los ejércitos es la Casa de Israel» (Is 5,4.7).
Jesús es la «vid verdadera», porque Él da los frutos que su Padre espera. Vemos que, si en la analogía del Buen Pastor, Jesús asume el lugar de Dios, en esta analogía de la vid, Él asume el lugar del Pueblo de Dios, y en ese lugar, Él llena a su Padre de complacencia. Precisamente en la frase anterior a la formulación de esta analogía, Jesús declara: «Ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14,31). En su oración sacerdotal, antes de encaminarse a su pasión y muerte, Jesús ora a su Padre diciendo: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4). Él da las uvas que el Padre espera.
Jesús da un paso adelante, porque quiere incluir a sus discípulos: «Yo soy la vid; ustedes los sarmientos». En este breve texto insiste repetidas veces en la necesidad de que nosotros, los sarmientos, permanezcamos unidos a Él, la vid: «Permanezcan en mí, como Yo en ustedes… El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto… Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en ustedes…». Y agrega una afirmación absoluta, que sólo Él, que es la Verdad, puede pronunciar: «Separados de mí, ustedes no pueden hacer nada». ¿A qué se refiere cuando dice «nada»? Para Dios y también para nosotros lo que no tiene una dimensión eterna es «nada», porque «el mundo y sus concupiscencias pasan» (1Jn 2,17). Todo lo que en el mundo es apreciado, si no está unido a Cristo, se reducirá a nada. Lo único que tiene consistencia eterna y que un ser humano puede hacer, si está unido a Cristo, es el amor: «El amor es de Dios… Si no tengo amor, nada soy…» (1Jn 4,4; 1Cor 13,2).
Jesús declara la necesidad absoluta que tenemos de estar unidos a Él y de permanecer en Él para tener en nosotros su misma vida divina, como el sarmiento recibe vida de la vid. ¿Cómo se logra en concreto esa permanencia? Jesús responde así: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él» (Jn 6,56). La unión con Cristo es esencial para el ser humano; es más, es lo único absolutamente esencial, porque separados de Él no podemos nada.
En este tiempo de pandemia la autoridad sanitaria se ha arrogado el poder de decidir qué es lo «no esencial» para los ciudadanos y ha prohibido el acceso a esos bienes con el fin de limitar la movilidad y prevenir los contagios. Para un católico Jesús es absolutamente esencial; es más, es lo único esencial. El fiel católico que cree en la Eucaristía está más dispuesto a prescindir del alimento de esta vida que a prescindir del alimento de vida eterna, porque cree en la Palabra de su Señor: «Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes» (Jn 6,53). Sin esta vida que nos concede la Eucaristía, ¿de qué nos vale velar tanto por la vida terrena, que termina? De la autoridad sanitaria se espera lo que a ella compete, a saber, indicar a la ciudadanía las medidas sanitarias que deben observarse, para que los católicos –y también los otros hermanos cristianos–, observando esas medidas, puedan libremente acceder a lo que es esencial para ellos.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles