En este Domingo IV de Cuaresma leemos la hermosa parábola del Hijo Pródigo, que nos transmite solamente Lucas. Como sabemos, la parábola era un método didáctico habitual de Jesús. En ellas Jesús se revela como verdadero maestro. En efecto, han pasado veinte siglos y han cambiado radicalmente las condiciones de vida; pero las parábolas de Jesús conservan toda su vigencia. Ellas hablan y entregan su mensaje de salvación a los hombres y mujeres de todos los tiempos y culturas.
Jesús se sirvió de las parábolas para responder a una situación concreta. Por eso, para alcanzar su plena comprensión es necesario tener en cuenta esa situación. En el caso de la parábola del Hijo Pródigo la situación está descrita por el evangelista en estos términos: «Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este acoge a los pecadores y come con ellos»». Es una descripción bastante esquemática. En realidad, se trata de dos grupos; publicanos y fariseos. Los publicanos son identificados con los pecadores, no sólo porque cobraban los impuestos para Roma, que tenía sometido a Israel, sino porque en general exigían un pago superior al debido pagándose así una comisión abusiva. Los fariseos, por su parte, se preciaban de cumplir la ley de Dios con exactitud en sus más mínimos detalles y se tenían, por tanto, como justos. Los que murmuraban contra Jesús eran los escribas de ese grupo, es decir, los más instruidos. La misma crítica contra el proceder de Jesús ya la habían hecho, cuando Él aceptó la invitación de un publicano llamado Leví a comer con él y otros publicanos. En esa ocasión Jesús respondió con otra breve parábola: «No tienen necesidad del médico los sanos, sino los que están mal; no he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (cf. Lc 5,29-32).
No existen entre los seres humanos esos justos que no necesiten convertirse. En el Evangelio que se proclamaba el domingo pasado Jesús afirmaba que todos los galileos y todos los habitantes de Jerusalén −podemos extrapolar «todos los seres humanos»− son pecadores y repetía: «Si no se convierten, perecerán todos» (cf. Lc 13,1-5). El único hombre libre de pecado es el mismo Jesús: «Igual a nosotros en todo, excepto el pecado» (Heb 4,15); y, «por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo», la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios (cf. Catecismo N. 491).
San Pablo, antes de su conversión, era uno de esos fariseos que murmuraban contra Jesús y, no sólo eso, además, lo perseguía. Pero él mismo, por experiencia, declara solemnemente: «Es digna de fe y merece toda aceptación esta palabra: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo» (1Tim 1,15). No es falsa humildad; es verdad. Y debe creerse respecto de cada uno de nosotros.
Antes de exponer la parábola del Hijo Pródigo, respondiendo a la misma crítica −murmuración− de los fariseos, Jesús expone otras dos parábolas, que es necesario tener en cuenta. Son las parábolas gemelas de la oveja perdida, que involucra a un hombre y de la dracma perdida, que involucra a una mujer. A modo de dos estrofas, ambas concluyen con el mismo estribillo: «Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión… hay alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta» (Lc 15,7.10). ¡La conversión de un ser humano produce alegría en el cielo! ¡Cuánto más debería producir alegría en la misma tierra! Por eso, esos fariseos que murmuran no están en sintonía con Dios y, si se puede decir, le amargan la fiesta.
Dado, entonces, que son dos los grupos −publicanos y fariseos−, la parábola del Hijo Pródigo comienza así: «Un hombre tenía dos hijos». Se anuncia así una parábola que tiene dos estrofas, que concluirán con el mismo estribillo.
El hijo menor, sin ninguna consideración por su padre, le exige la parte de su herencia, abandona a su padre, y se va a un país lejano donde despilfarra toda su herencia. Jesús carga las tintas describiendo su miseria: «Fue enviado a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba». Decide volver donde su padre, no por el dolor de haberlo abandonado, sino porque allá hasta el último de los jornaleros está mejor que él. De todas maneras, debe reconocer que, dado el nivel al que cayó, ha obrado mal: «He pecado contra el cielo −Dios− y contra ti… trátame como a uno de tus jornaleros». El padre se alegra inmensamente de su retorno y lo restituye a su rango de hijo: «El mejor vestido, anillo en su mano y calzado para sus pies… fiesta con el novillo cebado». Y la conclusión: «Hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado». Todavía falta algo, que queda en suspenso: Es necesario que ese hijo conciba vivo dolor por haber pecado contra tal padre, es decir, falta que se convierta realmente. La acogida del padre hará ese milagro.
La parábola no ha terminado. Falta la segunda estrofa, la que se refiere al hijo mayor. Aunque él no ha faltado nunca a una orden de su padre y no lo ha abandonado, eso no ha sido por amor al padre, sino por su propio interés. Reprocha a su padre no haberle dado un cabrito para hacer fiesta con sus amigos y ahora, con su negativa de alegrarse por la vuelta de su hermano, está amenazando con amargarle la fiesta y la alegría de haber recuperado a su hijo perdido. El padre lo tranquiliza diciéndole que la parte de su herencia está segura: «Todo lo mío es tuyo» y le ruega que deponga su actitud. Esta segunda estrofa concluye igual que la primera, repitiendo: «Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado». También respecto de este hijo, que murmura contra el padre, la parábola nos deja en suspenso: ¿Entró a la fiesta y participó en la alegría del padre o se fue dando un portazo? Es la misma pregunta que queda en suspenso respecto de esos fariseos que murmuraban contra Jesús.
El discípulo de Cristo tiene como precepto el amor al prójimo, según la declaración de Jesús: «En esto conocerán todos que ustedes son discípulos míos; en que tienen amor de unos a otros» (Jn 13,35). El amor cristiano es universal, debe abrazar a todo hombre y mujer, incluso al pecador. Los cristianos debemos detestar el pecado, sobre todo, el pecado propio, porque es una ofensa contra Dios; pero debemos amar al pecador y procurar su conversión: «Si tu hermano peca, anda y repréndelo… Si te escucha, habrás ganado a tu hermano…» (cf. Mt 18,15). Alegrarse por la conversión del pecador es un acto de amor. El mayor bien que puede acontecerle a alguien es su conversión, es decir, que vuelva a Dios. El amor cristiano auténtico consiste en alegrarse con el bien del otro, sobre todo, con su conversión. Tendremos la certeza de estar participando así en la alegría del cielo.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo emérito de Santa María de los Ángeles