Dado que el Bautismo del Señor por parte de Juan Bautista es el primer evento que presenta a Jesús ya adulto y, por tanto, es el evento con el que comienza su vida pública, la Solemnidad que celebra ese importante hecho es también el comienzo del tiempo litúrgico ordinario; corresponde al Domingo I del tiempo ordinario. Pero no todos los años tenemos la alegría de celebrar esta Solemnidad, en comunión con toda la Iglesia, en día domingo. En efecto, dado que en nuestro país la Solemnidad de la Epifanía se traslada al domingo sucesivo al 1 de enero, cuando ese domingo es después del 6 de enero −7 u 8 de enero−, el Bautismo del Señor se celebra el día siguiente, lunes, ya no como fiesta de guardar. Este año celebramos el Bautismo del Señor en domingo. Lo recordamos en la versión de Lucas, en el ciclo C de lecturas, propio de este año, múltiplo de 3.
El Evangelio comienza presentando a Juan Bautista, que es protagonista en este evento. Y, de paso, nos informa que el pueblo judío, en esos años, −año 26 d.C. aprox.− veía signos que le permitían esperar que la venida del Ungido del Señor, el Cristo, estaba cerca y que Él estaba próximo a manifestarse. Al mismo tiempo, nos informa que la idea que se habían formado de ese Ungido estaba muy lejos de la realidad, hasta el punto de confundirlo con Juan: «Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo». El mismo Evangelio es constante en afirmar que, una vez que Juan fue detenido y decapitado por Herodes (cf. Lc 3,19-20) y que Jesús comenzó su ministerio y su fama se difundió, la idea general que la gente tenía sobre Él es que Él era Juan, que había resucitado (cf. Lc 9,7.19). El ministerio de Juan y el de Jesús no corrieron nunca paralelos, porque, después de los 40 días pasados por Jesús en el desierto, Él comenzó a recorrer los pueblos de la Galilea, cuando Juan había sido encarcelado: «Después de que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba el Evangelio de Dios» (Mc 1,14).
Cuando Juan, en el apogeo de su ministerio, comprendió lo que «todos andaban pensando en sus corazones acerca de él» se apresuró a desmentir esa opinión. Él no podía presumir de semejante cosa, porque sólo él, entre todos, tenía una idea más precisa sobre quién era verdaderamente el prometido por Dios y esperado por el pueblo. Y expresa la inmensa diferencia en estos términos: «Viene el que es más fuerte que yo, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias». Todavía podría pensarse en algún potentado de este mundo, tan elevado que consideraría a Juan indigno de ese oficio de un esclavo, por ejemplo, el emperador, que en ese momento era Tiberio César (emperador del 14 al 37 d.C.). Por eso, Juan agrega también esta otra diferencia, que, en cambio, es acertada: «Yo los bautizo con agua; Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego».
Desde las primeras palabras de la Biblia, cuando Dios creó el cielo y la tierra ya actúa el Espíritu de Dios poniendo orden en el caos original: «La tierra era caos y confusión y tiniebla había sobre la faz del abismo; pero el Espíritu de Dios aleteaba sobre la faz de las aguas» (Gen 1,2). Y así se explica el orden en la creación y la belleza en la tierra. Ese Espíritu es el que dicta todas las leyes de la naturaleza y el que se concede al ser humano para que pueda realizar grandes misiones, como es el caso de todos los profetas, entre ellos, Isaías, que declara: «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Isaías 61,1) o como ocurre en el caso del rey David, cuya importancia en la historia de Israel no se explica de otra manera: «Tomó Samuel el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Y, desde entonces, vino sobre David el Espíritu del Señor» (1Sam 16,13). El evento más trascendente de la historia humana, a saber, la Encarnación del Hijo de Dios en el seno virginal de María, fue obra del Espíritu Santo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el nacido santo será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). Juan expresa la grandeza del Cristo, afirmando que, no sólo Él estará lleno del Espíritu Santo, sino que lo infunde en otros: «Los bautizará en Espíritu Santo». Esta es la única manera en que puede realizarse en el ser humano la sublime vocación a ser hijos de Dios: «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abbá, Padre!»» (Gal 4,6). Si no fuera por el Espíritu en que nos bautiza el Cristo, no osaríamos llamar a Dios con ese Nombre.
No tardó en dar razón a Juan lo ocurrido, a continuación: «Bautizado Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo; Yo te he engendrado hoy»» (1). Este «hoy» no puede ubicarse en algún momento del tiempo, porque es eterno; está fuera del tiempo. En esa ocasión, Jesús fue lleno del Espíritu Santo y la voz de Dios declara que Él, es decir, su Persona es su Hijo. Concurren allí con Jesús, que es el Hijo, las tres Personas divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, cada una de ellas, el mismo y único Dios. Ningún profeta llegó siquiera a entrever este misterio en la medida que lo hizo Juan. Por eso, Jesús, refiriendose a él, pregunta: «¿Salieron (al desierto) a ver un profeta? Sí, −les digo− y más que un profeta» (cf. Lc 7,26). Jesús declara a Juan el más grande de los profetas.
Jesús no fue engendrado por un hombre de esta tierra. Él se encarnó en el seno virginal de María por obra del Espíritu Santo. Pero Dios le dio un padre en esta tierra, José, hijo de David, como lo declara su madre, cuando lo encuentran en el templo: «Tu padre y yo, preocupados, te buscabamos» (Lc 2,48). José es el padre de Jesús por decreto divino y, de esta manera, Jesús es verdaderamente «hijo de David», como estaba también decretado por Dios: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lc 1,32). El único que puede decir a Jesús: «Yo te he engendrado» es Dios. Lo confesamos nosotros en el Credo: «Engendrado, no creado, de la misma sustancia que el Padre».
Por eso, concluido el Evangelio de este domingo, la frase siguiente suele traducirse mal: «Jesús era, cuando comenzó, de unos treinta años, siendo, «como se pensaba», hijo de José, hijo de Helí, hijo de Mattat…». Esta traducción insinúa que Jesús «no era hijo de José», sino que sólo «se pensaba» erróneamente. La verdad se expresa traduciendo de otra manera: «…siendo Jesús, «como estaba decretado» (se entiende, por Dios), hijo de José…». De esta manera, la genealogía, que pasa por David, es la de Jesús. En efecto, concluye así: «…hijo de Set, hijo de Adán, Hijo de Dios» (Lc 3,38). Esto es lo que acaba de declarar Dios: «Tú eres mi Hijo». Si se afirma que Jesús no es hijo de José, entonces Él no es «hijo de David» y hay que negar a todos los eslabones de la cadena la condición de hijos de Dios. Todos los seres humanos recibimos por gracia la condición de hijos de Dios, porque el Hijo de Dios se hizo hombre y es uno de la cadena de seres humanos que remonta hasta Adán. Se entra en la genealogía de los hijos de Dios por el Bautismo, el que administra Jesús.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo emérito de Santa María de L.A.
- Este texto tiene lectura variante en los antiguos manuscritos de este Evangelio. La Neo Vulgata opta por la lectura: «Tu es Filius meus dilectus; in te complacui mihi», que leemos con pequeñas variantes en Marcos y Mateo (Mc 1,11; Mt 3,17). La misma lectura adopta la versión griega de Nestle-Aland NA28; la adopta también nuestro Leccionario. La hemos adoptado, cuando recurría este mismo Evangelio el Domingo 13 de enero 2013. La Biblia de Jerusalén y otras versiones optan por la lectura que hemos asumido esta y otras veces, que corresponde a lo decretado por Dios en el Salmo 2,7, anunciado por la voz del Ungido del Señor: «Voy a anunciar el decreto del Señor (Yahweh). Él me ha dicho: «Tú eres mi Hijo; Yo te he engendrado hoy»» (Sal 2,7).
