El Domingo II de Cuaresma se caracteriza por la lectura del Evangelio de la Transfiguración del Señor, que en este Año C lo leemos en la versión de Lucas. La Transfiguración de Jesús es un hecho biográfico, estrechamente vinculado con su Bautismo y sucesivo ayuno y tentaciones durante cuarenta días en el desierto. En el Bautismo y en la Transfiguración el punto central es el mismo, a saber, la voz del cielo, que declara a Jesús su Hijo; y las tentaciones que sufrió Jesús giran en torno a esa condición suya: «Si eres Hijo de Dios…».
«Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar». Una de las acentuaciones propias de Lucas es la oración de Jesús. Ya ha dicho antes, en otra ocasión: «Jesús subió al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios» (Lc 6,12). Esa vez Jesús subió solo, porque no había elegido aún a los Doce; los eligió concluida esa prolongada oración: «Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió a doce de entre ellos» (Lc 6,13). Ahora, de entre los Doce, elige a tres: Pedro, Juan y Santiago, y sube con ellos al monte a orar.
Es llamativo el hecho de que el evangelista invierta el orden de los hermanos Santiago y Juan y nombre primero a Juan. Es probable que lo haga, porque cuando escribió este relato, Santiago ya había muerto, el primero de los Doce que murió mártir (cf. Hechos 12,1-2), y en la comunidad cristiana había adquirido mayor relevancia Juan. Por otro lado, en el Prólogo del Evangelio de Juan, hablando en primera persona plural, el autor dice: «La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Son los mismos términos que usa la segunda carta de Pedro para referirse a este evento: «Les hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: «Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco». Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con Él en el monte santo» (2Pet 1,16-18).
«Mientras Jesús oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante». Conforme a su acentuación de la oración de Jesús, Lucas presenta la «transfiguración» de Jesús «mientras oraba». Asimismo, anteriormente, con ocasión de su Bautismo, dice: «Bautizado Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo…» (Lc 3,21).
Lucas no puede conocer este hecho, sino por testimonio de los tres testigos. En efecto, lo recibe del Evangelio de Marcos y éste lo recibe de Pedro, como lo afirma, entre otros, San Ireneo en su obra «Adversus Haereses» (Contra las herejías): «Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, nos transmitió por escrito lo que había sido predicado por Pedro» (Adv. Haer. L. III, 1,1; año 190 d.C.). Pero Lucas, al recibir el relato de Marcos, evita cuidadosamente el verbo que éste usa y que ha dado el nombre a este misterio: «Se transfiguró delante de ellos» (Mc 9,2, seguido por Mateo, Mt 17,2). Traduce el verbo griego: «meta-morphoo» en forma pasiva. Pero este verbo tiene como base el sustantivo «morphé», que significa «forma». La traducción literal sería: «Se trans-formó». De esta manera este hecho se relaciona con el primer himno cristológico, que expresa el misterio de Cristo así: «Estando en la forma de Dios… igual a Dios… se vació de sí mismo y tomó la forma de esclavo…» (cf. Fil 2,6.7). Lo que expresa el verbo griego es que Jesús, por un momento, cuya duración no sabemos, retomó la forma de Dios, es decir, de Aquel que dio la ley por medio de Moisés y habló por medio de los profetas −Elías− y que, por tanto, es superior a ellos, como se revela Jesús en ese monte. Pero Lucas −decíamos− evita ese verbo porque él escribe para lectores griegos convertidos del paganismo y ese verbo era usado en la mitología para expresar la «metamorfosis» de los dioses.
No hay palabras en nuestra lengua para expresar la experiencia de esos tres apóstoles, como lo dice Pablo: «Lo que el ojo no vio ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó» (1Cor 2,9). Es lo mismo que le fue concedido a él experimentar: «Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años −si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe− fue arrebatado hasta el tercer cielo… fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar» (cf. 2Cor 12,2.4). Se debe recurrir, por tanto, a imágenes y símbolos que puedan sólo sugerirlo: «Se hizo el aspecto de su rostro otro, y sus vestidos de una blancura fulgurante». El evangelista no dice simplemente que el aspecto de su rostro «se mudó» o «cambió», como ocurre cuando alguien expresa en su rostro alegría o tristeza. Se trata de expresar una alteridad que es de otro orden, de orden divino, y, por tanto, «que el hombre no puede pronunciar». Por otro lado, el color blanco de sus vestidos y su luminosidad son también símbolo de la divinidad. Ese mismo símbolo se usaba ya en el culto: «Señor, Dios mío, ¡qué grande eres!; vestido de esplendor y majestad, envolviéndote de luz, como de un manto» (Sal 104,1.2).
Lucas agrega al relato de Marcos el tema de lo que Moisés y Elías conversaban con Jesús: «Hablaban de su salida (éxodo), que iba a cumplir en Jerusalén». La Biblia griega, la LXX, que era la usada por los evangelistas y otros escritores del Nuevo Testamento, ya daba el nombre de «Éxodo» al segundo libro del Pentateuco, precisamente porque trata de la «salida» del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto. Lucas da este mismo nombre a la salida de Jesús de este mundo, donde tomó la condición de esclavo, para ir a su lugar junto al Padre, como estaba escrito sobre Él: «Oráculo del Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha»» (Sal 110,1). Así lo había anunciado a sus discípulos: «Salí del Padre y he venido al mundo. Dejo de nuevo el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28; cf. Jn 13,1). En este «éxodo» suyo, Él quiere llevar consigo a toda la humanidad: «Voy a prepararles un lugar, para que donde Yo estoy estén también ustedes» (Jn 14,3).
Se entiende que los tres apóstoles quieran perpetuar ese momento y que, con ese fin, Pedro diga a Jesús: «Maestro, bueno es que nosotros estemos aquí y haremos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». La propuesta quedó en suspenso, porque «estaba diciendo eso, cuando se formó una nube que los cubrió con su sombra». La naturaleza de esta nube queda expresada por la reacción de los apóstoles: «Al entrar en la nube, se llenaron de temor». El gozo que ya sentían de estar allí ha sido llevado a su punto máximo. En efecto, el temor de Dios es un don, que hay que pedir a Dios, y no algo que haya que disimular u omitir. El temor de Dios es el amor a Él, pero llevado al extremo por la viva conciencia de quién es Él, es decir, la contemplación de su infinita grandeza, bondad y belleza. Bien conocía esto una religiosa a quien San Juan de la Cruz preguntó en qué consistía su oración: «En mirar la hermosura de Dios y holgarme de que la tenga».
El punto culminante es la voz que vino desde la nube: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escúchenlo». Es la misma que vino desde el cielo abierto en el Bautismo de Jesús. Pero hay un progreso. En efecto, en el Bautismo la voz del cielo se dirige sólo a Él: «Tú eres mi Hijo… En ti me complazco»; ahora, en cambio, introduce en ese misterio también los presentes: «Este es mi Hijo…». Consecuentemente, agrega el mandato: «Escúchenlo». Notemos que esta orden resuena desde el cielo estando presentes Moisés y Elías, que representan «la Ley y los Profetas», a quienes debían escuchar los judíos. Ahora, se trata de escuchar al Hijo. Se marca así la diferencia entre el tiempo anterior y el que comienza con la venida al mundo del Hijo de Dios hecho hombre. Más adelante lo confirmará Jesús diciendo: «La Ley y los profetas hasta Juan; desde entonces es evangelizado el Reino de Dios» (Lc 16,16). Sabemos que «Reino de Dios» es la expresión usada por Jesús para referirse a su propia Persona. Bien demarca ambos tiempos el comienzo de la carta a los Hebreos: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1,1-2).
El episodio de la Transfiguración nos invita a subir con Jesús al monte a orar para gozar allí de su presencia y de su Palabra. Esto es lo que ocurre en la celebración de la Eucaristía dominical, a la cual ningún fiel debería faltar. Allí Jesús nos promete la permanencia en nosotros de Él mismo, que es la Palabra de Dios: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él» (Jn 6,56). Esta es la escucha suprema del Hijo. Así se cumple el mandato del Padre: «Escúchenlo».
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo emérito de Santa María de L.A.
