Hemos visto su estrella y hemos venido a adorarlo

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La ciencia bíblica ha demostrado que el primer Evangelio que vio la luz fue el de Marcos, escrito probablemente antes del año 70 d.C. Pero este Evangelio se abre presentando a Jesús ya adulto en el momento en que comienza su vida pública: «Por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán» (Mc 1,9). Pronto, las comunidades cristianas sintieron la necesidad de saber más sobre los años anteriores de Jesucristo y sobre su origen. Los Evangelios sucesivos de Mateo y Lucas, que conocieron el Evangelio de Marcos y lo usaron como fuente y como esquema general, responden a esta necesidad. Pero ellos −Mateo y Lucas− escribieron sus respectivos Evangelios en forma independiente, lo que es más evidente, cuando se refieren al tiempo anterior a la vida pública de Jesús. Dado que, «para comprender lo que Dios quiere comunicarnos en la Sagrada Escritura, es necesario investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos» (cf. Const. Dei Verbum, 12,1), no podemos proyectar lo que intenta expresar Lucas sobre lo que intenta expresar Mateo, ni viceversa, porque cada uno de estos evangelistas no conoció la obra del otro.

El Evangelio propio de la Solemnidad de la Epifanía, que se lee en esta fiesta todos los años, está tomado de Mateo y relata la venida de los magos de Oriente a Jerusalén para adorar al Niño Jesús. Una de las cosas que Mateo intenta en todo su Evangelio es situar a Jesús en relación con el Antiguo Testamento como el Ungido de Dios, hijo de David, prometido por Dios como Salvador de Israel, es decir, como Aquel en quien se cumplen las profecías. Lo expresa desde la primera frase de su Evangelio: «Origen de Jesús, Cristo, hijo de David, hijo de Abraham» (Mt 1,1). Que Jesús es el Cristo (el Mesías) ya lo afirmaba claramente el Evangelio de Marcos. Pero Mateo quiere explicar su origen y su condición de «hijo de David», junto con el hecho de que su madre, María, «se encontró encinta» por obra del Espíritu Santo, sin intervención de varón. Con este fin, nos comunica la «genealogía» de José, que tiene en su centro al rey David y que concluye así: «… Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús el llamado Cristo». Jesús no fue engendrado por José, ni por otro varón. Pero recibió de Dios, como verdadero padre en esta tierra, a José, hijo de David, esposo de María, a quien Dios le comunicó esa vocación por medio de un ángel que le dijo en sueños: «Tú le pondrás por nombre «Jesús»» (Mt 1,21). De esta manera, el evangelista nos informa que la madre de Jesús es perpetuamente virgen y que Jesús es el hijo que Dios había prometido a David, Ungido como él, es decir, «el Cristo, hijo de David, hijo de Abraham». Jesús es el que Israel esperaba. En Él se cumplen las profecías.

Comprendido que Jesús es el hijo de David, podemos entender la frase introductoria del Evangelio de este día: «Nacido Jesús en Belén de Judea». Estaba anunciado que allí tenía que nacer, porque Belén es la ciudad de David. (Lucas se vale de otra circunstancia para decir lo mismo, a saber, el censo ordenado por el emperador César Augusto, que obligó a los esposos a ir a Belén, la ciudad de José, por ser él de la casa de David, donde tuvo lugar el parto de María. Pero no podemos proyectar esta información sobre la mente de Mateo, porque este evangelista no la conoció).

Lo que va a narrar Mateo, a continuación, ocurrió «en los días del Rey Herodes». Por tanto, durante algún tiempo, Jesús y Herodes fueron contemporáneos. Pero sabemos por la historia profana que Herodes murió en el año 750 de Roma, que en nuestra cronología corresponde al año 4 a.C. (Erró por poco el sabio monje Dionisio el Exiguo, quien a comienzos del siglo VI d.C. quiso hacer una cronología que tuviera el nacimiento de Cristo en el centro del tiempo y dividiera todos los hechos humanos en antes y después. Dionisio logró su objetivo y esta cronología se impuso hasta tal punto que ya no tiene vuelta atrás, aunque, según esta cronología, Jesús nació antes del año 4, probablemente en el año 6 a.C.).

«Se presentaron en Jerusalén unos magos que venían del Oriente, diciendo: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues hemos visto su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo»». Dada su relación con las estrellas, el nombre impreciso de «magos» se ha entendido como «astrólogos». La «astrología» es la contemplación del cielo en la certeza de que la configuración de los astros determina los acontecimientos de la tierra. La astrología dominó la contemplación del cielo, hasta el siglo XVI, antes de que naciera la «astronomía» como ciencia que estudia los astros, con Copérnico (+1543), Kepler (+1630), Galileo (+1642) y otros.

También es impreciso el lugar de origen de esos «magos», que se repite: «de Oriente». Podemos imaginar la región de Mesopotamia, donde los judíos fueron llevados al exilio de Babilonia en el año 586 a.C. y permanecieron allá hasta el año 537 a.C. Allá llevaron los judíos sus Escrituras y, dado que no se podía celebrar el culto, nació la institución de la sinagoga. Los judíos prosperaron en el exilio y no todos regresaron a su tierra de Israel. Por tanto, la sinagoga continuó en Oriente y de allá provienen las mejores versiones del Antiguo Testamento. Era natural que los sabios astrólogos estudiaran esos escritos, que eran los más relevantes de la antigüedad. En ellos encuentran las profecías de un personaje de Israel cuyo nacimiento sería anunciado por una estrella, como es el antiguo oráculo de Balaam, presentado como «varón clarividente, que conoce la ciencia del Altísimo»: «Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel… Israel despliega su poder, Jacob domina a sus enemigos…» (Num 24,17.18.19).

Ignorantes del nacimiento de tal personaje, «el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén». Pero ellos también esperaban a un Salvador −un Cristo (Mesías)− anunciado por Dios y quieren indagar dónde debía nacer: «Convocó Herodes a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y por ellos se estuvo informando del lugar donde había de nacer el Cristo». Es este el esperado por Israel. Esa asamblea respondió citando una profecía: «En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres la menor entre los principales clanes de Judá; porque de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel» (Miqueas 5,2). Sabemos que la metáfora del pastor se aplicaba en Israel, en primer lugar, al rey. Así la hizo propia Jesús: «Yo soy el Buen Pastor» (Jn 10,11.14). Mateo ya nos ha informado que en Belén nació Jesús. La respuesta de la asamblea de sumos sacerdotes y escribas era correcta. Pero esto no los movió a verificar el hecho; tanto ellos como Herodes no se interesaban en la venida de un «Rey de los judíos» que pudiera arrebatarles poder. Es más, Herodes, hipócritamente, pide ser informado por los magos sobre el lugar donde encontrar al recién nacido para «ir −dice− también yo a adorarlo».

Faltaba todavía encontrar a ese Niño entre todos los nacidos en Belén desde hacía dos años, fecha de aparición de la estrella en Oriente. Entonces, la misma estrella vino en ayuda de los magos hasta el lugar preciso: «Entraron en la casa; vieron al Niño con María su madre y, postrandose, lo adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra». La tradición ha reconocido en estos dones una exacta comprensión de la identidad de ese Niño: el oro se regala a un rey; el incienso se quema sólo a Dios y la mirra se usa para embalsamar a un difunto. Se trata entonces de Dios, que hecho hombre heredaría el trono de David y que ofrecería su vida en sacrificio.

¿Cuál es la actitud precisa que tienen esos magos ante el Niño? Dos veces usa el verbo griego «proskunein» y una tercera referido a la intención hipócrita de Herodes. Pero este es el mismo verbo que usa la Biblia griega (la LXX) para prohibir a Israel la adoración a cualquier otro Dios: «No adorarás (proskuneien) a ningún otro dios, pues Yahveh −Celoso su nombre− es un Dios celoso» (Ex 34,14; Deut 5,9; 11,16). En el mismo Evangelio de Mateo, Jesús rechaza la tercera tentación de Satanás de ser adorado, citando la Escritura: «Apartate Satanás, pues está escrito: «Al Señor tu Dios adorarás (proskunein) y a Él solo darás culto»» (Mt 4,10). No es correcto, por tanto, nuestro Leccionario que describe la actitud de los magos ante el Niño: «Postrandose le rindieron homenaje» (El mismo Leccionario describe en esos términos la actitud que quería tener Herodes). No se entiende por qué idéntico verbo lo traduce de manera distinta: «Hemos venido a adorarlo… le rindieron homenaje». Inevitablemente, sugiere la idea de que el Niño no cumplió sus expectativas y, una vez encontrado, mereció solamente un «homenaje», cosa que no está prohibido hacer con algún importante personaje humano.

Mateo tiene claramente una intención universalista afirmando que la manifestación del Salvador (esto quiere decir «epifanía») fue concedida, antes que a Israel, a personajes de pueblos lejanos (el Evangelio no nos dice cuántos eran). La tradición ha contado tres (conforme a los tres dones), les ha dado los nombres de Baltasar, Gaspar y Melchor y, con el fin de destacar esa universalidad, los representa respectivamente con rasgos occidentales, africanos y asiáticos.

Una última observación. Herodes convocó a los sumos sacerdotes y escribas para consultarlos, es decir, a los miembros del sanhedrín, el mismo tribunal que treinta años más tarde se reunió también para juzgar a Jesús y condenarlo a muerte, después de su declaración: «Yo soy (el Cristo, el Hijo de Dios) y desde ahora verán al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (cf. Mt 26,64; Mc 14,62). Si alguno de los convocados por Herodes todavía estaba vivo, habrá recordado ese episodio y habrá influido en contra de Jesús. En todo caso, debía conservarse memoria en los anales del sanhedrín, que no vaciló en condenar al más inocente de los seres humanos, al mismo Dios, el único que merece adoración y gloria.

 

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo emérito de Santa María de L.A.

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