Este es el VI año en que se celebra el «Domingo de la Palabra de Dios» en el Domingo III del tiempo ordinario. Este domingo comenzamos la lectura continuada del Evangelio de Lucas. Justamente, en el prólogo de este Evangelio, su autor habla de los «testigos oculares y servidores de la Palabra» como su fuente de información, sobre lo que Jesús hizo y enseñó (cf. Hech 1,1). Sabemos quiénes son éstos, porque el mismo Lucas, en el segundo tomo de su obra −los Hechos de los Apóstoles−, con ocasión de la institución de los «siete varones de buena fama, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría» que pusieron al frente de la administración, nos informa que esta fue la decisión de los Doce, que dicen de sí mismos: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio (diaconía) de la Palabra» (Hech 6,3.4). Todo lo que nosotros sabemos sobre lo que Jesús hizo y enseñó es lo que esos Doce nos han transmitido.
Pero no son los Doce el origen de la Palabra. Juan declara en el prólogo de su Evangelio: «En el principio era la Palabra; y la Palabra estaba vuelta hacia Dios; y la Palabra era Dios…». Sobre ésta agrega: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,1.14). Esta es la Palabra. Pero su origen, es decir, quien la pronuncia, es Dios. Los Doce y sus sucesores son sus servidores. La Palabra sale de Dios y por medio de los apóstoles se dirige a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos: «Como el Padre me envió a mí, así los envío Yo a ustedes». Esta misión no se puede realizar sin la acción del Espíritu Santo: «Diciendo eso, Jesús sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo»» (Jn 20,21.22).
Estamos celebrando, entonces, el Domingo de la Palabra de Dios, que es Cristo; Él es la Palabra de Dios hecha carne (modo semítico de decir «ser humano»). La acción del Espíritu Santo es necesaria no sólo para transmitir la Palabra de Dios, sino también para acogerla. Así explica Jesús por qué aquellos discípulos suyos, en la sinagoga de Cafarnaúm, no aceptaron sus palabras sobre el Pan de Vida: «El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que les he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6,63). El único ser del mundo visible que puede ser habilitado para recibir el Espíritu Santo es el hombre y, por tanto, es el único que puede ser interlocutor de la Palabra de Dios. Fue habilitado Pedro, cuando, en representación de los Doce, dijo a Jesús: «¿Dónde quién otro iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
Dios dirigió su Palabra en un primer tiempo al pueblo de Israel: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas» (Heb 1,1). Pero estuvo en serio peligro de perderse en el olvido durante el exilio de Israel en Babilonia (586 al 538 a.C.), donde no podían celebrar el culto y no tenían los elementos materiales para fijarla por escrito. Entonces, con este fin, nació la sinagoga (palabra griega que significa: «congregación»). Se reunían los judíos en el exilio a recordar la Palabra de Dios. Esta institución perduraba en el tiempo de Jesús en todo su esplendor. Y Jesús era fiel a ella como nos informa el Evangelio de este domingo: «Jesús iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos… Vino a Nazará, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado». La Palabra eterna de Dios, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, hecho hombre, durante toda su adolescencia, juventud y edad madura participó todos los sábados de la sinagoga y escuchaba pacientemente lo que decían sobre la Palabra de Dios los escribas de ese humilde pueblo de Nazaret («¿De Nazaret puede salir algo bueno?» cf. Jn 1,46). ¿Qué podía aportarle esa asamblea de la Palabra a Él? Nada. Pero Él iba fielmente porque era Él quien aportaba a esa asamblea con su presencia y hacía que los presentes acogieran la Palabra.
Esa santa costumbre de Jesús es una enseñanza. La Eucaristía dominical ha heredado de la sinagoga la Liturgia de la Palabra y tiene el mismo fin de conservar la Palabra de Dios, no solo en los libros (o aplicaciones de un celular, que es inerte), sino en el corazón de los fieles, donde puede producir su efecto. Muchos dicen hoy que no participan de la Eucaristía dominical, porque no les aporta nada la predicación del sacerdote. Habrían dicho lo mismo si el celebrante hubiera sido San Pablo: «Cristo me envió… a predicar el Evangelio no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo… Nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles… Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que la fe de ustedes se fundara, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios» (1Cor 1,17.23; 2,4-5). ¡Ay del predicador que atrae a los hombres por su retórica humana y por complacer los oídos de los fieles! Se participa en la Eucaristía dominical para aportar al clima de piedad y de amor a Dios que permite a los demás acoger la Palabra de Dios en el corazón. Así lo hacía Jesús.
Ese día ocurrió en esa sinagoga de Nazaret algo extraordinario: «Jesús se levantó para hacer la lectura». Es cierto que había expectación, porque su fama, adquirida en su predicación en otras sinagogas de la Galilea, lo había precedido. La lectura era la que tocaba ese sábado. En efecto, la sinagoga tenía un plan establecido de lecturas para cada sábado: «Le entregaron el volumen (biblíon) del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para evangelizar a los pobres; me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor»». Es una cita de Isaías 61,1-2. Esa parte del libro de Isaías (cap. 56-66) fue escrita después del exilio de Babilonia, es decir, después del año 538 a.C. cuando el pueblo recuperó la libertad. Pero, en el tiempo de Jesús, Israel estaba de nuevo sometida a Roma y esa profecía se entendía como un anuncio futuro de liberación por acción de un Ungido (Mesías, Cristo) por el Espíritu Santo que tenía que venir. Hasta aquí habían llegado todos los escribas que comentaban este texto en las sinagogas de Israel. Pero Jesús dio una interpretación inédita que dejó a todos admirados y que sólo Él puede dar, por ser Él el autor de esa Palabra.
«Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó». Jesús adoptó la actitud del maestro, sentado en la cátedra. Como dijimos, había gran expectación: «En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él». La lectura había sido algo nuevo, había leído como nadie más que Él puede hacerlo, como un poeta que declama su propia poesía. Lo que Jesús hizo a continuación no es una interpretación, como no es una interpretación lo que hace un autor con su propia obra. Lo que Él hizo fue una declaración de la verdad. Lo que Él dijo fue nueva instancia de Palabra de Dios: «Esta Escritura, que ustedes acaban de oír, se ha cumplido hoy». En efecto, se ha cumplido en Él. Él ha venido a darle cumplimiento. Él es el Ungido (Cristo) del Señor que tiene sobre sí el Espíritu del Señor.
Entre las cosas que Jesús dijo es que ha venido a «proclamar un año de gracia del Señor». Así se referían los judíos al Año Jubilar, que se celebraba cada cincuenta años, en que todas las deudas eran remitidas y todos los esclavos liberados. Así define Jesús su misión. Él viene, en efecto, a liberar al mundo de la esclavitud más opresora, la esclavitud del pecado, que lleva a la muerte. De aquí tomó la Iglesia la práctica de celebrar cada 25 años un Año Santo, en que Dios remite la pena temporal contraída con el pecado (distinta de la pena eterna que se contrae con el pecado mortal, que no se remite, sino en virtud del Sacramento de la Reconciliación Penitencial). Esa remisión de la pena temporal es lo que llamamos «indulgencia». Si no se cumple en esta tierra, debe cumplirse en el purgatorio después de la muerte. Este año 2025 es un Año Santo en el cual cumpliendo las condiciones −Sacramento de la Penitencia, Comunión eucarística, recitación del Credo, oración por el Papa Francisco y entrada por la Puerta Santa establecida− se puede recibir una indulgencia plenaria para sí mismo o para un difunto que haya muerto en gracia de Dios, es decir, que esté en el purgatorio. Es un gran don de Dios. Pero el gran Año Santo es el que proclamó Jesús con su venida y presencia en el mundo. Es un año que se prolonga hasta el fin de los tiempos, pues contamos con la promesa de Jesús: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20).
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo emérito de Santa María de L.A.
