Vean qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos «hijos de Dios»

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La Iglesia celebra hoy el Domingo I de Cuaresma. El tiempo litúrgico de la Cuaresma recibe su nombre y su sentido penitencial de los cuarenta días de ayuno que transcurrió Jesús en el desierto después de su bautismo en el Jordán. Este tiempo litúrgico concluye con el Domingo de Ramos, que abre a la celebración de la Semana Santa. Y, dado que tienen que ser cuarenta días, el período debe comenzar el miércoles de la sexta semana anterior, Miércoles de Ceniza. Este año se extiende desde el miércoles 5 de marzo al domingo 13 de abril. Son cinco Domingos de Cuaresma más el Domingo de Ramos. El Evangelio propio de este domingo es el de las tentaciones sufridas por Jesús en el desierto durante cuarenta días. Lo leemos en la versión de Lucas en el ciclo C de lecturas, que es el propio de este año 2025 (múltiplo de 3).

Antes de entrar en el evento mismo, debemos subrayar su importancia «biográfica». En efecto, el material evangélico consiste en hechos y enseñanzas de Jesús, como lo define el mismo Lucas en la introducción a los Hechos de los apóstoles, que es la segunda parte de su obra: «El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que empezó Jesús a hacer y enseñar» (Hech 1,1). Pero gran parte de lo que hizo consiste en milagros y lo que enseñó consiste en discursos y parábolas, que son unidades cerradas con sentido completo −las así llamadas «perícopas»−, independientes de un contexto preciso y, por tanto, pueden ubicarse dentro del Evangelio donde más convenga, según el criterio del evangelista. Por eso, cuando se proclaman en la liturgia es suficiente ubicarlas así: «En aquel tiempo…». Los hechos «biográficos», en cambio, no pueden ubicarse en cualquier lugar, sino en su lugar propio dentro de la vida de una persona. Los cuarenta días de ayuno que pasó Jesús en el desierto deben ubicarse a continuación de su bautismo en el Jordán −que también es un hecho biográfico− y antes del comienzo de su vida pública.

«Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán y fue conducido en el Espíritu al desierto durante cuarenta días, tentado por el diablo. No comió nada en esos días y al cabo de ellos tuvo hambre». En el episodio anterior se ha explicado por qué Jesús está lleno del Espíritu Santo, hasta el punto de ser conducido por Él: «Bautizado Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo y bajó sobre Él el Espíritu Santo corporalmente como una paloma y hubo una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco»» (Lc 3,21-22).  Entendemos así que Jesús sea «conducido en el Espíritu». Para entender las tentaciones del diablo, debemos considerar que Jesús se sintió llamar por Dios (la expresión «el cielo» está en el lugar del nombre divino que era inefable) «mi Hijo» y el hecho de que este hijo, siendo tentado, venza «toda tentación» explica que sea «el amado» y el que llena a Dios de complacencia.

«El diablo le dijo: «Si eres hijo de Dios di a esta piedra que se convierta en pan»». Después de cuarenta días de ayuno, Jesús tiene hambre, como corresponde a cualquier hombre en el mismo caso. Pero a ningún hombre ha tentado el diablo con esa tentación, por mucha hambre que tenga. Esa tentación la puede sufrir solamente quien tiene poder para convertir una piedra en pan, el que ha sido llamado por Dios «mi Hijo». El pueblo de Israel, al cual Dios llama también «mi hijo» (cf. Ex 4,22.23), sufrió hambre en el desierto, después de la salida −éxodo− de la esclavitud de Egipto. Pero su reacción fue murmurar contra Dios y tomar la decisión de volver a la esclavitud, resistiendo a lo decidido por Dios, a saber, la libertad del pueblo: «Ustedes (Moisés y Aarón) nos han traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea» (cf. Ex 14,11-12; 16,2-3.7; 17,2-3). Jesús, en cambio, obedece a la voluntad de su Padre, que es la de hacerse verdadero hombre, con las limitaciones del ser humano, incluido el hambre y también la muerte, como lo expresa San Pablo: «Cuando se cumplió la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer…» (Gal 4,4).

¿Cómo resiste Jesús a la tentación? Lo hace recurriendo a la Palabra de Dios, de nuevo evocando el Éxodo: «Esta escrito: No sólo de pan vive el hombre». Así explica Moisés ante el pueblo la prueba a la cual lo sometió Dios −no el diablo− durante el éxodo: «Te humilló, te hizo pasar hambre… para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios» (cf. Deut 8,3). Jesús demuestra que Él, tomando el lugar del pueblo, y también el lugar nuestro, aprendió esa enseñanza, como dice en otra ocasión a sus discípulos: «Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen… Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (cf. Jn 4,32.34). Este debería ser también nuestro alimento, dado que el pan material no basta para tener vida, vida eterna, como lo hace ver Jesús: «Los padres de ustedes comieron el maná en el desierto y murieron» (Jn 6,49).

Rechazado el diablo una primera vez, vuelve a la carga, ahora con la tentación del poder: «Le mostró en un instante todos los reinos de la tierra; y le dijo: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada y la doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, toda será tuya»».  Si era imposible que un hombre sufriera la tentación de convertir una piedra en pan, esta tentación del poder la han sufrido los hombres, y la sufren también hoy, como lo vemos en la escena mundial y también a escala local. Y muchos sucumben a ella, a menudo cumpliendo la condición puesta por el diablo: «Si me adoras». Esta condición toma hoy la forma de rechazar a Dios y su ley, para complacer a los hombres. Jesús rechazó la tentación obedeciendo la ley de Dios, de hecho, el primer mandamiento: «Esta escrito: «Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto»» (cf. Deut 6,13). Sabemos que el hombre intenta el poder por medio del dinero, que se pone en el lugar de Dios. Por eso, Jesús lo llama con el nombre de una divinidad: «Mamoná» y advierte: «Ustedes no pueden servir a Dios y a Mamoná» (Lc 16,13). Hay que optar. Desgraciadamente, muchas veces, se prefiere a Mamoná, que era una divinidad que mataba a sus adoradores.

Por último, el diablo lo lleva al alero del templo y le dice: «Si eres Hijo de Dios, lanzate de aquí abajo; porque está escrito: «A sus ángeles te encomendará para que te guarden». Y: «En sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna»».  El diablo recurre a la Palabra de Dios. Cita dos pasajes del Salmo 91 (Sal 91,11.12) que se refieren a la protección de Dios a su pueblo en su camino por el desierto (cf. Ex 23,20). En ellos se basa nuestra fe en el «ángel de la guarda», que tiene cada persona y que solemos ignorar. Jesús lo confirma advirtiendo contra quienes escandalizan a los sencillos: «Guardense de menospreciar a uno de estos pequeños; porque Yo les digo que sus ángeles, en el cielo, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en el cielo» (Mt 18,10).

Jesús rechaza la tentación de lanzarse desde el alero del templo, esperando que Dios cumpla con su palabra de enviar sus ángeles a sostenerlo, con una palabra que suele entenderse mal, por la ambigüedad del verbo «tentar». Le dice al diablo: «Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios» (cf. Deut 6,16). No quiere decir que, siendo Él mismo Dios, esté ordenando al diablo no tentarlo a Él; lo que quiere decir es que Él, que es verdadero hombre, no pondrá a prueba a Dios, no lo tentará, para verificar la veracidad de su promesa. No se lanza del alero del templo, porque cree en Dios sin necesidad de exigir pruebas.

«Acabada toda tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno». Se nos relatan tres tentaciones, pero éstas incluyen a «toda tentación». El evangelista nos deja esperando ese «tiempo oportuno» en que el diablo volverá, esta vez, para desencadenar la muerte de Jesús: «Entonces Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los Doce; y se fue a tratar con los sumos sacerdotes y los jefes de la guardia del modo de entregarles a Jesús» (cf. Lc 22,3-4).

Con su ayuno de cuarenta días en el desierto y la fidelidad a su Padre en «toda tentación», Jesús le ofreció reparación por las continuas murmuraciones y rebeldías del pueblo durante cuarenta años en el desierto. Si respecto del pueblo había declarado Dios: «Durante cuarenta años aquella generación me repugnó» (Sal 95,10), ahora declara: «Tu eres mi Hijo el amado; en ti me complazco». Con su fidelidad Jesús nos da ejemplo a nosotros y en Él nos concede llegar a ser también nosotros hijos amados de Dios, como lo asegura San Juan: «Vean qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos «hijos de Dios»; pues bien, nosotros ¡lo somos!» (1Jn 3,1).

 

                                                                       + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                                Obispo emérito de Santa María de L.A.

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