Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz Lc 19,28-40

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«Habiendo dicho esto, Jesús marchaba por delante subiendo a Jerusalén». Así comienza el Evangelio de este Domingo de Ramos, que nos relata, en la versión de Lucas, la aproximación de Jesús a Jerusalén y su entrada en la Ciudad Santa, meta largamente anhelada, que es para Él como como un polo de atracción. Con el Domingo de Ramos concluye el tiempo de la Cuaresma y comienza la Semana Santa.

¿Qué es lo que Jesús había dicho? Él estaba saliendo de Jericó, que es la última estación antes de su llegada a Jerusalén, y, refiriendose a la conversión de Zaqueo, el publicano, había declarado: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9-10). El evangelista sigue: «Escuchando la gente estas cosas, Jesús añadió una parábola, pues estaba Él cerca de Jerusalén, y creían ellos que el Reino de Dios aparecería de un momento a otro» (Lc 19,11). La parábola, motivada por la cercanía de Jerusalén −25 km aprox.− y la expectativa del Reino de Dios, es la parábola de las diez minas, que un rey al ausentarse confió a diez siervos −una a cada siervo− y a su regreso les pidió cuentas de su rendimiento. Dicho esto, Jesús precedía a todos subiendo a Jerusalén.

La circunstancia de que Jesús entró en la Ciudad Santa montado en un asno puede parecer un detalle banal; pero la mención de las gestiones que se hicieron para conseguirlo con la doble afirmación: «El Señor lo necesita», nos hace comprender que se trata de algo esencial. En efecto, se trata de un signo que Jesús quiere hacer, un signo fácil de comprender por todos. El asno era, en la historia de la monarquía en Israel, la cabalgadura usada por el rey, cuando entraba en Jerusalén para tomar posesión de su reino. Pero en esos casos el rey entraba rodeado de sus huestes y de poder terreno. Jesús, en cambio, entra como estaba anunciado por Dios en los profetas: «¡Exulta sin freno, hija de Sion, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu Rey: justo Él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna.  Él suprimirá los cuernos de Efraím y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate, y Él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10).

La multitud de sus discípulos entendieron el signo y, por eso, a su paso, alababan a Dios gritando: «¡Bendito el que viene, el Rey, en Nombre del Señor!». Están citando el Salmo 118,36, agregando la condición del que viene: es el Rey.

La multitud agrega al Salmo una aclamación: «En el cielo paz y gloria en las alturas».  Cambia una sola palabra, pero significativa, a lo que cantó el coro de ángeles que anunció a los pastores el nacimiento en la ciudad de David (Belén) de un Salvador, el Cristo, Señor: «Gloria en las alturas a Dios y en la tierra paz…» (cf. Lc 2,14). Es como si esa multitud se resistiera a decir: «Paz en la tierra», precisamente en ese lugar del planeta donde arrecia la guerra y la muerte, para oprobio de todo el género humano, que, a pesar de toda su civilización y todos sus discursos sobre los derechos humanos, no logra establecer el derecho esencial, la paz y la vida. Es porque no han acogido a Jesús como «el Rey que viene».

El rechazo a Jesús comienza a manifestarse ya en ese momento en medio de las aclamaciones: «Algunos de los fariseos, que estaban entre la gente, le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos»». La respuesta de Jesús es enigmática: «Les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras». Si cesa la alabanza a Jesucristo por parte de los seres humanos y el reconocimiento de Él como Rey del universo, las piedras ¿qué gritarán? ¿Será un grito de alabanza o de protesta? El grito de las piedras, que son seres irracionales, no puede reemplazar la alabanza de los seres humanos, creados por Dios a su imagen y semejanza; el grito de la naturaleza será de protesta y de reproche. Lo afirma San Pablo cuando escribe: «La creación entera gime y sufre dolores de parto, anhelando la manifestación de los hijos de Dios» (cf. Rom 8,19.22).

En la lectura de la Pasión vemos que la naturaleza reacciona protestando por la muerte de su Señor y Creador, de Aquel «por quien y para quien todo fue creado» (cf. Col 1,16): «Era ya cerca de la hora sexta cuando el sol se eclipsó y hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona (desde las 12 a las 15 horas). El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró» (Lc 23,44-46). El sol se ocultó, porque no quiso iluminar con su luz ese hecho. Otro de los Evangelios relata: «Tembló la tierra y las rocas se partieron» (Mt 27,51). Los hombres y mujeres de nuestro tiempo debemos dar a Dios la alabanza que merece para que no tenga que protestar la naturaleza como ocurre cada vez con más frecuencia en nuestro tiempo.

Durante la Semana Santa contemplaremos los hechos que nos obtuvieron la salvación eterna. No es una conquista nuestra; es un don de Dios, merecido por Jesucristo. Por eso, nuestra actitud debe ser la acción de gracias y la alabanza: «Es nuestro deber y salvación darte gracias, siempre y en todo lugar, Señor Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Jesucristo nuestro Señor». Cuando toda la humanidad cumpla este deber, tendremos la paz sobre la tierra.

 

                                                                     + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                            Obispo emérito de Santa María de L.A.

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